De ahí que en la andanada de capturas y órdenes de aprehensión tengamos una variopinta presencia de lo más granado de las élites políticas y económicas. La debacle del mal llamado Partido Patriota (PP) no es un fenómeno exclusivo de ese cartel de la corrupción y el latrocinio. En realidad es una práctica de quienes utilizan el sistema político en calidad de franquicia para delinquir y enriquecerse. Hacen de la dirección nacional de dichos partidos y de las curules en el Legislativo agencias de trámites para la negociación.
Lo mismo venden leyes o reformas a estas que posiciones de control o decisión, que corresponde al Legislativo definir. Ese ha sido el caso de la designación de magistrados a las cortes, entre otros. Por ejemplo, durante los períodos en que el exprocurador de los derechos humanos Sergio Morales buscó la reelección, él lo hizo intercambiando plazas como moneda. Muchas de las auxiliaturas de la institución en ese período fueron asignadas a partidarios del extinto Frente Republicano Guatemalteco (FRG) cuando este dominaba el Congreso. Una vez en declive dicho partido, Morales se congratuló con el PP, adonde habían migrado varios de sus más fuertes padrinos, como Arístides Crespo. Si se atreviera a competir de nuevo, seguramente negociaría con el oficialista Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación).
Estudiar ese fenómeno permite hacerse una idea de cómo el cambio de camisola en el Congreso es buscar la franquicia que garantiza beneficios mutuos. Favorece tanto a quien ofrece su voto en venta como a quien lo compra. Corrupto y corruptor (en realidad, ambos lados de la moneda son corruptos) encuentran beneficioso el sistema.
Y ese es el que ahora está en riesgo. El esquema de vida de que han disfrutado se resquebraja. El que la plana mayor del PP esté o en la cárcel o con orden de captura no es solo la ruina de ese remedo de partido. En realidad es la ruina del sistema electorero y de franquicias corruptas que ahora corresponde transformar.
Ya lo dijo Helen Mack en su momento: si vamos a hablar de revolución, hablemos de una revolución ética. De una revolución que derrumbe los cimientos de este sistema que se integra no solo con los partidos y sus patrocinadores, sino con quienes usan sus servicios. Lo más grave es que se integra con todas y todos nosotros, tanto con quienes les aceptan sus shucadas como con quienes las rechazamos, pero no logramos convencer a la mayoría de rechazar de tajo esta condición.
Educar para transformar es el camino que nos queda. Un camino que no será fácil ni de corto plazo. Tenemos por delante una tarea de largo aliento, pero es la única que podemos asumir si queremos levantarnos y emerger del pantano con nuevos bríos como sociedad.
Tanto el Ministerio Público (MP) como la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) han cumplido su tarea. No solo ahora. La fiscalía que coordina con la Cicig no nació hace uno ni dos años. Viene de al menos dos gestiones anteriores (Velásquez Zárate y Paz y Paz) y necesita del acompañamiento social, pero también del cambio de actitud que consolide ese trabajo. No tolerar la corrupción significa que la combatimos a todos los niveles y que derrumbamos el sistema. Ese terremoto de reforma debe cortar de raíz el sistema podrido y dar paso a nuevos mecanismos de relación dentro de la misma sociedad y dentro de esta con el Estado.
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