Acusaciones e indicios hay muchos, pero como Plaza Pública ha documentado diligentemente, la evidencia es mínima, contradictoria, como si la anulación sistemática de sus huellas hubiera sido parte de la estrategia en su largo camino hacia el poder.
Fiel a su personaje, tampoco hay mucha claridad sobre los verdaderos objetivos que se ha planteado como gobernante. Los de verdad, verdad. Sabemos lo que dijo que haría, y que incluso presentó algo por escrito como los otros candidatos.
Sin embargo, dados sus antecedentes, uno no puede evitar preguntarse si el quid estará precisamente en lo que no dijo, en lo que, quizá, solo su círculo íntimo sabe. Los demás, conjeturamos.
Los que sí han dejado meridianamente claro lo que esperan del antiguo mayor Tito Arias son sus excompañeros de armas en el Ejército. Aprovechando el espacio mediático abierto por la victoria de Otto Pérez en las urnas, algunas de las voces más cavernarias entre los militares jubilados han activado una cruzada “espontánea” por la impunidad cuyo resultado, aún incierto, comenzará a delinear el perfil definitivo del presidente electo.
Los exmilitares se niegan a aceptar lo evidente: que, en lo que se refiere a la confrontación armada, el juicio de la historia ya lo perdieron. Y que se derrotaron ellos mismos.
Si, contrario a lo que muchos piensan, él no es el coreógrafo, bien haría Otto Pérez en desmarcarse del nuevo grupo. Al salir a la luz pública con sus versiones inverosímiles sobre los años de la guerra, los exmilitares no hacen más que remover las aguas en un tema sobre el que el presidente electo ha querido pasar de puntillas durante sus campañas electorales. Vuelven a llenar su casaca de "General de la Paz" con los lodos que él se ha afanado en limpiar. Y lo que es peor para su vocación de hacer historia, le abren un frente más.
Porque al invitarnos a hablar del pasado, los exmilitares nos ofrecen nuevos parámetros para determinar la estatura política del nuevo presidente y el significado histórico de su gobierno. Ya no se trata solo de que demuestre su vocación democrática, esa es la parte fácil.
Es otra cosa.
Así, gracias a los veteranos ahora podemos preguntarnos si Otto Pérez Molina sabrá desandar algo del camino marcado por sus colegas militares desde la vergonzosa traición de 1954. Si, por ejemplo, el general presidente también se dejará la piel defendiendo los límites estrechos de la nación de unos pocos (los mismos que, por cierto, no les dieron ni las gracias). Si se volverá a equivocar de enemigos y de aliados tácticos. Si, él también, traicionará al Estado aceptando perrunamente el enésimo “no” al siempre impostergable fortalecimiento de la capacidad financiera del Estado. Si repartirá privilegios y acatará vetos a cambio de impunidad. Si él y los suyos harán del gobierno su feudo y botín personal.
Y finalmente, si hará como sus predecesores militares al frente del Estado, que se condenaron a sí mismos ante la historia al violar sistemáticamente la legalidad que decían defender.
A las dificultades inherentes a los compromisos enormes que adquirió con los guatemaltecos, el general presidente debe sumar ahora el pesado lastre de la historia. No basta con que Otto Pérez afirme que su gobierno no constituye un regreso al pasado. Su condición de exmilitar le impone romper con el legado nefasto de la institución que lo acunó. Si, 60 años después, el Ejército parió otro estadista, lo sabremos pronto. Y esta vez las huellas no podrán borrarse.
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