La historia del mundo moderno durante el siglo XX –y el XXI parece igual– estuvo marcada por el surgimiento y desarrollo del automóvil. Es, por antonomasia, el símbolo de los tiempos actuales.
Sin dudas las industrias que generó: la de su fabricación, y la petrolera que va de su mano, son de las más rentables del mundo. Nada hace pensar, como van las cosas, que los propietarios de estos sectores accedan a modificar el curso actual de los acontecimientos. Definitivamente, la proliferación sin fin de automóviles es algo insostenible en términos globales. Su existencia no es la única causa del estado deplorable del medio ambiente, pero contribuye en forma considerable. Las emanaciones de dióxido de carbono de sus motores constituyen uno de los principales factores del negativo efecto invernadero que padecemos.
Por diversos motivos –estrategias propagandísticas, mecanismos que lo han puesto como símbolo de la prosperidad– asistimos hoy a un culto del automóvil como no lo hay con ningún otro fruto de la industria moderna. Nada puede compararse con la veneración que sentimos por estos artefactos.
En definitiva, son instrumentos que nos facilitan el desplazamiento, pero ningún medio de transporte –un refinadísimo jet o el más confortable tren– goza de la misma estima. ¿Por qué esta adoración por los automóviles?
Difícil precisarlo. ¿Por qué se fetichizó el auto y no otra cosa: los artefactos electrodomésticos por ejemplo? Intervienen diversos e intrincados factores: el automóvil, por sus características, brinda directamente la posibilidad de ejercer un micropoder, llevarse el mundo por delante, desplegar violencia –no así una refrigeradora o una máquina de escribir. Con el automóvil se maneja, permitiéndose un poderío tras el volante que hace sentir importante a quien lo empuña. Es como manipular un arma de fuego: crea la sensación de autoridad (y decididamente eso no lo proveen otros productos industriales, por muy importantes que sean: un fármaco, un marcapasos, una antena parabólica). Disponer de un automóvil es disponer de una cuota –mínima quizá, pero cuota al fin– de poder (y tocar insistente, provocativamente la bocina, viene a confirmarlo).
Esto está a la base de nuestra actitud para con él. Y si a ello se suma la avidez enorme de sus fabricantes, se termina teniendo como resultado –ventas estimuladas hasta niveles demenciales de por medio– este ídolo moderno.
Dime qué automóvil tienes y te diré quién eres. Se mide lo humano en función de esa herramienta, de ese instrumento.
Lo dramático de su aparición en el escenario del siglo XX es que no tuvo un momento de moda, un pico, y luego una tendencia a la baja. Por el contrario, día a día su presencia aumenta. Con lo que aumentan también los males derivados: la contaminación del medio ambiente, la paulatina extinción del petróleo que alimenta sus motores, el lugar físico que ocupan, habiéndose tornado ya imposible su circulación en las grandes ciudades, la cantidad de accidentes de tránsito como consecuencia casi obligada (un muerto cada dos minutos a escala mundial).
No hay dudas, como sucede con tantos "avances" de la industria de estos últimos dos siglos, que abrió caminos insospechados en el ámbito de las comunicaciones, y consecuentemente en un sinnúmero de campos relacionados. Pero no hay dudas también –más aún: como arquetipo del desarrollo contemporáneo, como metáfora del modelo de desarrollo que hoy día no pareciera tener alternativas– que al par de los beneficios aportados, es también una pesadilla.
No hay dudas, tampoco, que su expansión sin límites es absolutamente insostenible. En función de un mundo lógico, vivible, medianamente equilibrado, un escenario imprescindible es, si no su abolición total, al menos su reducción drástica, reemplazándoselo con medios de transporte colectivo eficientes. Pero para ello es preciso comenzar por cuestionar ese culto del que se ha hecho acreedor. También se puede vivir sin auto.
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