He conocido a muchas personas maravillosas allí y también a elementos marginales de la sociedad a quienes simplemente se ignora o bloquea. Hasta allí, todo bien. Cuando surgieron los movimientos ciudadanos del 2015, Twitter y otras redes sociales eran el factor aglutinante donde se discutían o al menos planteaban ideas con agilidad y con un grado bastante alto de tolerancia. Allí se enteraba uno de adónde iba la marcha, de si todavía había gente, se subían fotos de los policías y se sentía básicamente que existía una comunidad.
El elemento básico de la pertenencia a un grupo es el set de valores y creencias que se tienen en común. El primer grupo en el que uno busca eso es la familia, luego lucha en la adolescencia por hacerse su propio camino y después regresa a las cosas que le generaban un sentido de seguridad y se vuelve a consolidar con su pasado. En las comunidades sociales las afinidades no son tan naturales. Se buscan razones más abstractas para estar juntos y no se coincide en todo, pero se hacen compromisos aceptables. Queremos sobrevivir. Claro, en la prehistoria los peligros que acechaban tenían fauces y garras. Los modernos son menos concretos, aunque no menos letales. Y nos unimos en grupos para protegernos de las amenazas reales o percibidas que creemos que nos pueden exterminar. Pura cuestión de biología.
El problema de esa pertenencia es que nos vamos identificando personalmente con algún grupo o con el otro, y luego verle las deficiencias es hasta más difícil que encontrárselas a los tamales de la abuelita. Hacemos una equiparación entre la falibilidad del grupo y nuestro propio valor y terminamos defendiendo hasta los enunciados más extremos con tal de no criticar nuestra pertenencia y, por ende, a nosotros mismos.
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Creer que uno o el grupo al que pertenece es dueño de la verdad absoluta solo ha servido para desatar guerras de tamaño catastrófico. En estas épocas en que tenemos un acceso ilimitado a hablar con muchas personas en diversas partes del mundo, es casi un crimen que solo creamos que nosotros tenemos la razón. Se nos olvida que no todos tienen nuestras inclinaciones, tampoco nuestro acceso a información, y que eso nos hace diferentes, pero no dueños de nada, menos de la verdad. Cuando se quejan de los resultados de las elecciones en diversas partes del mundo, lo siento como un reclamo al resto de las personas que no piensan como ellos. Es la pertenencia llevada al extremo de la exclusión. Si yo pienso así y mis compañeros también, que los demás no lo hagan es inaudito.
Lo cierto es que en el mundo hay muchas personas que buscan los valores de sus abuelos para operar, que se sienten afectados por los que ellos consideran ataques de personas que no les explican por qué son buenos ciertos cambios, sino que solo quieren hacerles ver que están mal. Pero el mundo poco puede cambiar así. Decirle a alguien que está equivocado, que está haciendo las cosas de forma incorrecta y que él mismo es malo poco tiene de constructivo si lo que se busca es que haya un cambio. No estoy hablando de no denunciar las cosas que están intrínsecamente corrompidas, todo lo que debemos mejorar como sociedad, pero sí en forma abstracta. Cuando lidiamos con individuos, lo más importante es ese acercamiento que no se logra chocando.
Tal vez si nos permitimos ver los defectos de nuestras propias pertenencias a los grupos a los que somos afines podamos aceptar que hay otras formas de ver el mundo que no son necesariamente malas y con las que de todas formas nos toca compartir el espacio. De otra forma, nos seguirán sorprendiendo los resultados de elecciones, en las que no solo nosotros y nuestro grupo participamos.
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