Muy parecido a Ciudad Peronia, en Villa Nueva, pero sin tanta violencia. Ese domingo debía vestir un hábito blanco y brindar un mensaje de esperanza y solidaridad a decenas de personas que llegaban a celebrar su fe y a compartirla con otros. Mis palabras solían ofrecer una interpretación alternativa del Evangelio. El esfuerzo consistía en intentar iluminar su realidad, que conocía durante apenas unas horas a la semana, con analogías que actualizaran la llamada Palabra de Dios. Poco a poco me fui quedando sin argumentos, dándome cuenta de la imposibilidad de influir positivamente en una cotidianidad que evidentemente contradecía la idea de un Dios bondadoso que cuida de sus criaturas.
El sacerdote me criticaba por tener un sesgo “muy horizontal”, es decir, una predicación que enfatizaba las obligaciones de unos hacia otros e invitaba a la acción colectiva para superar sus problemas. Me sugería hablar en términos “más verticales” pues lo que la gente quería escuchar era, según su criterio y experiencia, cómo Dios los amaba y les ofrecía un futuro mejor. Por otro lado, las mismas personas con las que trabajaba los sábados, dando clases muy elementales de Biblia, le preguntaban escandalizadas a dicho párroco si yo y mi otro compañero de andanzas éramos realmente católicos, pues afirmábamos que el infierno era tan solo una metáfora, que en realidad no existe –con las implicaciones que ello tendría sobre la existencia de su contraparte, el cielo, ¿acaso otra simple metáfora?. Todo ello me cuestionó sobre mi supuesta vocación para la vida religiosa. Pero la experiencia de (re)conversión sería sobre todo en el plano intelectual.
Dejar de creer en la Iglesia Católica fue fácil. La eclesiología de la liberación ha tenido una crítica implacable contra la jerarquía romana, sus dogmas y el autoritarismo en temas claves, como el matrimonio de los curas y la ordenación de las mujeres. Recuerdo cómo me impactó el primer libro de Leonardo Boff que leí, “Iglesia, carisma y poder” (1981), el cual fue sometido a un proceso judicial por parte de la Congregación para la Doctrina de la Fe, presidida en ese entonces por Joseph Ratzinger (ahora el Papa Benedicto XVI), que terminó en una condena de un año de silencio para el teólogo brasileño. Por otro lado, el gran contraste entre la jerarquía católica, tradicionalmente cercana al poder político y económico, con Iglesia de los Pobres, representada por líderes de la estatura de Mons. Romero y Pedro Casaldáliga, hacía muy evidentes las contradicciones de una organización anquilosada, extremadamente conservadora y alejada del mensaje original de Jesús de Nazaret. Ello me desilusionó. La mediación estaba entonces descartada. No quería desperdiciar mi vida en un fútil intento por cambiarla.
Perder la fe en Jesucristo fue algo más complejo. Todo empezó con las clases de cristología y la distinción fundamental entre el Jesús Histórico y el Cristo de la Fe. Aprender y comprender cómo se partió de uno hasta llegar al otro hace tambalear las creencias infantiles de cualquiera que tenga un mínimo de sentido crítico. A lo mejor por eso se obvia esta explicación en la formación básica de los laicos, a quienes se sigue subestimando y considerando como niños a los cuales es mejor adoctrinar en lugar de enseñar a pensar por sí mismos.
Luego, los cursos sobre la Biblia y sus orígenes. Recuerdo la emoción y curiosidad que me despertaba la magistral clase de un jesuita experto en el Pentateuco, especialmente sobre el Éxodo y la mítica figura de Moisés. No sólo nos hacía salir de la ignorancia sobre los contextos históricos en los cuales se escribieron los libros considerados sagrados, sino que también nos los revelaba como escritura cien por ciento humana, con metáforas y estilos literarios diversos, muy antiguas creencias sobrepuestas, y hasta cargada de prejuicios y contradicciones.
Desde entonces, aunque ahora no creo que la Biblia sea verdad revelada o inspirada por Dios, no dejo de interesarme en estudiarla y comprenderla mejor, pero desde una perspectiva más bien académica. Leo a reconocidos expertos como John Dominic Crossan y Bart D. Ehrman. Con este último me identifico mucho, a nivel personal, por lo que él cuenta de cómo pasó de ser un cristiano renacido a considerarse como un agnóstico.[i]
[i] Recién terminé de leer su libro “Misquoting Jesus. The Story Behind Who Changed the Bible and Why” (2005), y empecé la lectura de “Did Jesus Exist? The Historical Argument for Jesus of Nazareth” (2012).
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