Esta madurez llega al completarse el desarrollo del cortex prefrontal, una sub-estructura del lóbulo frontal del cerebro donde se ubican importantes funciones cognitivas como la planificación, el razonamiento y la capacidad de evaluar opciones. Este proceso biológico también se relaciona con la definición de la personalidad y el autocontrol de las emociones, gracias a una mejor evaluación de lo que se considera como comportamiento “socialmente apropiado". Ello va acompañado de experiencias que se acumulan por medio de memorias, es decir, que se constituyen en aprendizajes duraderos cuando tenemos una adecuada retroalimentación del medio ambiente que nos rodea –especialmente en el caso de los errores cometidos.
Por eso, pienso que la edad mínima legal para muchos derechos y obligaciones debería repensarse y definirse con base a la evidencia empírica. Por ejemplo, sabemos lo peligroso que resulta facilitarles a los jóvenes el acceso al licor, al mismo tiempo que a una arma o a un volante para conducir. Incluso, en el ámbito político, ¿por qué no votar a partir de los 21 años y ser candidato a diputado hasta haber cumplido los 30 años? Además, sería más conveniente elevar la edad para ser ministro de gobierno a partir de los 40 y, consecuentemente, la edad para optar a la Presidencia del mismo al cumplir los 50 años. Esto a propósito de las reformas a la Constitución de la República, y teniendo claro que la edad de una persona no es requisito suficiente para cumplir con las expectativas en el desempeño de un cargo de alta responsabilidad social.
Esto de la edad y la madurez también aplica para otros problemas, como el de la necesaria y postergada formación universitaria de los futuros maestros de educación pre-primaria y primaria. La mayoría de los estudiantes normalistas que se oponen a la reforma ni siquiera son ciudadanos, porque no han cumplido los 18 años de edad, pero parecen tener poder de veto respecto a una decisión que afectará a millones de niños y a las futuras generaciones.
Cuando yo era un adolescente, no había peor ofensa para mí que los adultos no me tomaran en serio, que me menospreciaran por el hecho de ser “muy patojo”. A los 15 años de edad ya era miembro activo en mi iglesia, participando en el grupo juvenil. Al cumplir los 17 ya había sido incluido en las reuniones del consejo parroquial, y ejercía cierto liderazgo en la catequesis de confirmación, en las actividades litúrgicas y el coro de jóvenes para las misas dominicales. Discutía con respeto, pero sin complejos, con los laicos mayores y disfrutaba de conversaciones “más avanzadas” con el sacerdote. Me tomaba demasiado en serio la religión, al punto que pensaba en la posibilidad de “servir a Dios y a los demás” por medio del sacerdocio.
A pesar de los doce años estudiando con los jesuitas, la primaria y la secundaria, fueron los dominicos de mi parroquia los que me invitaron a considerar la posibilidad de la vida religiosa. Yo tenía 19 años y estaba recién empezando con la Universidad. Pero el proceso de discernimiento fue tan intenso que perdí el interés por los estudios de ingeniería y me entusiasmé con la idea de predicar la Buena Noticia, especialmente a los pobres y a los marginados. Así fue como decidí embarcarme en una aventura por toda Centroamérica, desde los asentamientos al sur de San José, Costa Rica, pasando por la zona campesina más pobre de León, Nicaragua, hasta las comunidades de retornados q´eqchi´es en una zona poco accesible de la Alta Verapaz, Guatemala. La teología, la filosofía y la pastoral serían mis áreas de aprendizaje durante los siguientes tres años de mi vida, junto con otros 11 compañeros con muy distintos antecedentes socioculturales.
Lo que intentaré contar en las próximas entregas es cómo pasé de ser un devoto católico (aunque nunca de procesión ni de rosario), creyente en Dios, Jesús y la Iglesia, a un no-teísta, es decir, a alguien que no da por supuesta la existencia de Dios (es una hipótesis susceptible de ser falsable). Soy un escéptico, que critica a las religiones, especialmente sus estructuras y liderazgos, que considera que la Biblia es solamente una obra literaria que contiene sabiduría universal, algunas veces útil para la convivencia, aunque también contradicciones y hasta falsificaciones. Mi escepticismo no se restringe al dominio de la fe, pero es donde lo hago más evidente porque pienso que las supersticiones y muchas creencias religiosas han resultado ser más dañinas que beneficiosas para la sociedad.
Haré este camino tortuoso a partir de una reflexión personal, como medio para intentar abordar un tema que toca fibras muy delicadas en el corazón y la mente de los creyentes. Lo hago con la convicción de que es un debate necesario para alcanzar la madurez como sociedad. Cuestionar la fe de las personas no es una falta de respeto a su cosmovisión, es simplemente un llamado a poner los pies sobre la tierra, pues para hacer realidad la utopía del Reinado de Dios (que nada tiene que ver con teocracia alguna, sino con la justicia y la solidaridad) no podemos seguir esperando la venida del Mesías, es necesaria nuestra conversión, pero no en el sentido tradicional.
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