Ese modo de vida es herencia de la imposición del colonialismo, donde, según Guzmán-Böckler [1], la crueldad generalizada fue la marca distintiva y donde la violencia en todas sus manifestaciones fue la conductora del quehacer cotidiano, que aún permea mentes, conciencias y actitudes individuales y colectivas en la población guatemalteca.
Planteo lo anterior por las reacciones que provocó una representativa indígena de un municipio mam de Quetzaltenango que en las redes sociales pidió el voto para uno de los candidatos a la presidencia de la república. Y, como guinda del pastel, otro grupo de también representativas bailó ante el mismo candidato, y alguna de ellas incluso le besó la mano al mejor estilo de épocas pasadas con dictadores, curas, militares y otras autoridades del Estado colonial.
Los ataques, las descalificaciones, los improperios, las ofensas, las críticas y los cuestionamientos no se hicieron esperar en una amplia gama de personas e instituciones que, al mejor estilo del recién elegido Giammattei cuando decía que los buenos eran más, se autocolocaron en el bando de los descolonizados. Sería bueno, ante la exageración, la rasgadura de vestiduras, el discurso académico correctamente político y la crítica un tanto superficial, leer el libro El retrato del colonizado, escrito por Albert Memmi allá por 1957, que nos ilustra un aspecto importante: que en la relación colonial unos realmente tienen el poder en todas sus expresiones, mientras que los otros, simbólicamente, tienen los defectos y la sumisión, y que tanto colonizador como colonizado se configuran mutuamente.
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Considero que hay que ahondar a nivel de las ciencias sociales sobre las múltiples formas de expresión concreta del colonialismo y sobre su amplitud y profundidad en los distintos estratos y clases de la sociedad, incluyendo a indígenas y a ladinos/mestizos, para comprender de mejor manera esos comportamientos que a muchos parecen anormales. Y es que, de igual manera, diversas autollamadas autoridades ancestrales manifestaron públicamente su apoyo a uno u otro de los finalistas del proceso electoral, a las que se sumaron organizaciones sociales desconocidas, una excomisionada de la Codisra, unos cuantos alcaldes indígenas y un sinfín de profesionales pertenecientes a las clases bajas y medias de la estructura social. El besamanos es visual y subliminal, muy generalizado, y muchos bailamos el son que nos tocan.
Dice Guzmán-Böckler que el colonialismo perseguía la despersonalización del «indio [sic]» a través de la pérdida de su memoria colectiva y la ruptura de su cohesión social. Sin embargo, cinco siglos después este sigue vivo y presente a través de distintas estrategias individuales y colectivas que permitieron superar la crueldad, la violencia, la discriminación y el genocidio. No obstante, el costo en vidas, sufrimientos, sumisiones, fingimientos y alienaciones fue alto, y aún se sufren efectos negativos que rayan en cuadros psicopatológicos, apunta el autor. Dice que tenemos «una identidad colectiva que envuelve a una personalidad colectiva de resistencia, es decir, herida por la colonización y, por consiguiente, alienada».
En los medios, las redes sociales y los coloquios, la mayor parte de la gente se lamenta de lo que pasó en el proceso electoral finalizado. Nos lamentamos del retroceso democrático. ¿No será acaso que la llegada de dos finalistas no idóneos para la democracia es culpa de los partidos políticos de izquierda y progresistas? ¿De los intelectuales que critican a las jovencitas, pero que con toda su ciencia y conocimiento no han podido salir de su escaparate ni mucho menos incidir en el pensamiento y la actitud democráticos? ¿Y qué decir de las llamadas autoridades ancestrales que realizaron múltiples conferencias de prensa, comunicados y plantones ante la indiferencia de pueblos y comunidades? ¿O de los dirigentes mediáticos con discursos bonitos y combativos, pero que no lograron convencer a nadie de que votara por ellos para los puestos de elección que ocuparon?
Solo nosotros y nuestros precarios círculos nos aplaudimos y apoyamos, pero el sistema colonial sigue, y ahora más consolidado ante el fracaso de la lucha contra la corrupción.
Enfocarnos en las jóvenes que promedian 18 años inducidas a participar en eventos folclóricos culturales organizados por autoridades del Estado colonial; formadas en un sistema educativo deficiente, precario e impertinente culturalmente; que sufren las presiones de su comunidad, de los grupos postulantes e incluso de empresas comerciales y de críticos académicos descolonizados, es un sesgo en el entendimiento de la amplitud del colonialismo, que de repente también abarca a los que nos asumimos liberados del peso colonial.
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[1] Guzmán-Böckler, Carlos (2019). Colonialismo y Revolución (segunda edición). Guatemala: Catafixia.
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