Estoy en una situación inusual. Alguien conduce por mí. Y con esa licencia poética de por medio puedo dedicarme a divagar y mirar con vértigo cómo la ciudad sube y baja de las colinas cerca del bulevar Morazán. Alguno de mis colegas trata de identificar calles, edificios y lugares que en algunos casos ya no están y en otros han sido reemplazados por algún antipoético McDonald’s o PriceSmart.
Tengo que confesar que mi cabeza estaba en una exhibición en el Newseum, en Washington D. C., sobre rock y poder, que entre otras cosas muestra la guitarra que usó Jimi Hendrix en Woodstock.
Mientras ordeno mis papeles para la siguiente reunión, me ubicó en algún momento de 2010 en el sótano del Newseum, donde tropiezo literalmente con la torre de control Punto Charlie, del Muro de Berlín, al tiempo que una exhibición cautiva repite imágenes de un documental en blanco y negro sobre los distintos intentos de escape y los escapes entre los sectores del Berlín dividido por el muro.
Sería un buen momento para escuchar a David Bowie cantando Heroes en 1987, con el Muro de Berlín por fondo, o simplemente The Wall, pero el conductor me anuncia que hemos llegado y, obediente (o más bien en un acto reflejo), abro la puerta para bajar del vehículo.
El acceso a la universidad bulle de actividad, y el conductor nos deja frente a la torre administrativa. El guardia de seguridad sabe que mi cita es en un edificio que se ve justo en la colina allá adelante, al menos a unos dos kilómetros de distancia, enfrente de un pequeño observatorio astronómico.
El conductor ya se ha ido. Se ve a lo lejos el vehículo que lleva a otros colegas con prisa por llegar a otra cita. ¿Las alternativas? Caminar siguiendo el asfalto o usar un polvoriento sendero que cruza las colinas serpenteando entre ellas, al cual supe después que llaman la Anaconda. En cualquiera de las dos opciones vamos a llegar cubiertos de sudor y ciertamente tarde. Mi dilema se resuelve con el ofrecimiento de alguien que escucha mi conversación con el guardia y nos ofrece jalón. En la conversación de cinco minutos descubro que estoy con un profesor de Criminología que trabajó en los inicios del caso Gerardi y que admira los progresos hechos en el procesamiento de la escena del crimen en Guatemala.
Mi reunión transcurre entre un discurso que identifica el patrón de cómo en sociedades autoritarias el sistema político se convierte en un peaje para el acceso al sistema de justicia, la construcción de datos sobre la seguridad pública y la inevitable cifra de homicidios. Temas muy de esto que ahora denominamos el Triángulo Norte.
Mi anfitriona en la reunión se ofrece para llevarnos de vuelta. Al subir a su auto se enciende la radio con uno de los muchos programas de entrevistas que pueblan las tardes de cualquier país de América Latina en el cual se acerca un período electoral. «Puedo poner música» me dice, «pero yo estoy escuchando a Charly García». Y el Rap de las hormigas comienza a sonar al fondo.
Esto comienza a gustarme. Mientras escucho a Tyler Bryant con Rosie, pienso que Tegucigalpa está ofreciéndome señales positivas.
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