Unos ojitos adolescentes que comienzan a hundirse en sus cuencas. ¿Para qué? ¿Para quién? Esta visión distorsionada del cuerpo, esta belleza hasta morirse, visible para nadie, ni siquiera para ella.
Este ideal ridículo e inalcanzable, este espejismo insatisfecho, se muestra en todos los medios de comunicación y afectará a más personas conforme más acceso se tenga a ellos. El problema es más complejo que un “desorden”. Es una crisis horrorosa de identidad en la que estamos tan conscientes de lo que no somos que no disfrutamos todo aquello que somos. Es esa enfermedad que nos hace desear ser otros, ser diferentes, ser como ésa que está en la televisión, en el anuncio, en la valla, en el escenario, esa otra que no es yo. Esa otra que nadie me cuenta que tampoco es ella misma, que si la conociera en persona no se ve así, ni siquiera cuando la repellan por completo. Esa otra que es una imagen inexistente de alguien y que quizá también se tortura con dietas y ejercicios, ya no en aras de mantener la salud sino en detrimento de ella, todo con tal de ser eso otro. Otro, siempre otro, pero no lo que yo soy.
Hablan de dietas y ejercicios, o más bien de no comer nada y destruir lo que ni siquiera comieron, pero no en todos los casos funciona así. No siempre el espejo es el enemigo, no siempre se trata de no ser lo suficientemente linda, o delgada. A veces es cuestión de no creerse lo suficientemente fuerte, inteligente o talentosa; de sentirse invisible, de sentirse menos, de no sentirse amada. A veces es para pretender que, en medio de lo que me abruma, hay algo que puedo controlar, no importa si ese algo se traduce en dolor. Ahora la insatisfacción va más allá de una imagen física, lo que no gusta, lo que no es “perfecto”, es el ser completo. Y hay que modificarlo, a golpes, a cortadas, con inanición. Someterlo a tortura, o permitir que lo torturen otros.
Entonces me encuentro con la risa de una niña que parece estar tranquila. Una chiquilla que cuando no está tratando de ser alguien más, es de lo más dulce que uno puede encontrar. Un rostro inocente que no lo es. Y no sé cómo ni por qué. En un momento se distrae, está alegre, se le cae el acto. La niña recuerda ser niña y se olvida de que hay cosas que ocultar. Es así como veo su brazo, lindo en todo sentido excepto por una línea que lo recorre, larga, poco profunda e irregular, cicatrizando. Una línea como el dibujo de un niño que apenas agarra bien el crayón y que se repasa veinte veces. ¿Cuántas veces habrá sido repasada? ¿Desde cuándo? ¿Por qué? Pregunté casi nada, igual no respondió. Bajó los ojos, montó el acto y el brazo descubierto fue colocado por horas en posiciones tales que no era posible ver las marcas. Hay que estar demasiado consciente de uno mismo como para ocultarse todo el tiempo. “No confía en mí”, me dije. ¿Confiará en alguien? ¿Qué mecanismo es el que le permite agredirse a sí misma? A qué belleza aspira, ¿qué cosa podría ser no bella en esta niña, en cualquier aspecto? Y, si ella así lo ve, ¿quién se lo hizo creer? Me pregunto cómo no me di cuenta antes. Cuántos casos similares pasan desapercibidos por mí. Escucho que me dicen que no se puede hacer mucho y lo que más me enferma es que tienen razón. Me enfermo de impotencia. Para eso se necesita profesionales. Pero debería poder hacer algo. Uno quisiera envolverlas en un abrazo protector que les borrara del cerebro esa belleza terminal que contrajeron y les sanara todo lo demás. Belleza terminal igual que un cáncer. Si se vieran como yo las veo, como muchos las vemos, sabrían lo hermosas que son, tanto el envase como el contenido. Sabrían que amamos todo de ellas y que ese dolor no es necesario.
* Terminal beauté (Terminal beauty), canción de la banda Les Rita Mitsouko con Serj Tankian, del álbum Variéty (2007).
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