No es una sensación asfixiante sino liberadora. En cierto sentido todos nos estamos hundiendo, como barcos en ultramar que navegan sin destino. Intuir que el suelo firme que creía pisar es en realidad una arena movediza me sirvió para razonar, quizá sin entender, la sensación de que después de cada movimiento, de cada paso, me hundía más, en la frustración y el fracaso, en esa sensación de que cada intento está condenado desde el inicio, está dirigido a un horizonte inalcanzable.
El deseo es un exceso de irrealidad que me descoloca, me desorienta. De alguna manera pareciera que todo aquello que quiero, se aleja. Basta con que lo desee más para que aparezca una especie de campo magnético en medio, como entre dos imanes cuya fuerza se repelen y es imposible de franquear. En cambio, cuando pienso lo más significativo que he vivido, en los momentos más felices, la belleza que he testimoniado, las amistades que me han acompañado, los ojos que me han visto después de un largo beso, han llegado como imprevistos sin propiamente quererlo, sin al menos buscarlo. Y allí deposito mi deseo.
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La perplejidad viene de seguir creyendo que soy yo el que logra cosas y no que me suceden. La vida me sucede a través de otras personas y por lo tanto renuncio a llamarles logros o derrotas a esas experiencias. No es mi voluntad la que mueve mis pasos, nada más es una ilusión que impide ver que es el mundo que gira, con cosas, personas y lugares, que vienen, se quedan y se marchan. No sé si a eso le llamarán suerte, pero de seguro no le llamaría mérito. Por lo menos no individual, porque claro que tiene mérito el saber recibir, el saber esperar y navegar, o más bien dejarse llevar, por toda esa complejidad.
La cuestión es saber estar. Estar en el lugar correcto en el momento indicado. Sin embargo, no es tan sencillo si el lugar deviene correcto y el momento deviene indicado, solo en un instante imposible de prever con precisión. Lo que, no obstante, no significa no hacer nada, sentarse de brazos cruzados, sino prepararse y estar dispuesto para lo que está por venir. Y esperar, que tampoco es sencillo. Saber esperar en la arena movediza, la que dice «se te acaba el tiempo», aunque el tiempo no sea tuyo ni se acabe. Mientras tanto, es posible acondicionar el interior, amueblar la propia sensibilidad, enlazar contactos con otros cuerpos, presentes y ausentes, fagocitar las posibilidades, futuras y pasadas. Me gusta pensarlo con la figura del viajero y turista, en donde el turista encuentra sólo lo que busca en un viaje planificado, mientras que el viajero, en medio del vagabundeo y la exploración, encuentra eso que sólo es posible hallar si no se busca.
Estamos en este pequeño momento existiendo, entrelazados con muchas otras existencias de las que no nos percatamos, muchas que hacen posible la nuestra, aunque las ignoremos. Soy una suma de seres condicionados y constituidos por herencias que desconozco y enigmas sin descifrar. Por más que quiera no puedo controlar los efectos de mis decisiones, no puedo recuperar lo que se ha ido, no puedo borrar las marcas con las que nací y tampoco podré ser eso que alguna vez soñé, porque la vida no es tan sencilla como para ser diseñada. Así, intento no insistir, intento no tocar la puerta. Espero y escucho el crujir de las puertas que se abren y me invitan a pasar a oscuras, sin estrépito. Intento practicar la ética de la renuncia que leí en Pessoa, pero aún no he aprendido a ejecutarla del todo. Y tampoco lo quiero, prefiero que sea otra lección a medias, con esa fe irrenunciable en que sí, hay que seguir insistiendo, también deseando, pero de una manera distinta, una que sea acogedora y reconozca el lugar de lo demás, no que se apropie ni se crea dueño de nada.
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