Intentaba aquel maestro hacernos comprender que no éramos dioses y que sin la capacidad de colocarnos en los zapatos del otro, enfermo o no, nada seríamos en la práctica profesional y en la vida. Para entonces, nosotros, sus discípulos, éramos jóvenes recién graduados inmersos en la práctica quirúrgica en medio de la vorágine de la guerra interna citadina que se intensificó en Guatemala a partir de 1978.
Aquel consejo no cobró vida para nosotros hasta que estuvimos sueltos en el interior de la República. ¡Cuánta era la diferencia! Ya en solitario, la vida médica era distinta a la que teníamos cuando, muy cercano a nosotros, permanecían los profesores que nos tutelaban día y noche. Comprendí entonces que, muchas veces, la práctica de la compasión aliviaba más que la abolición del dolor, pero no esa compasión que se confunde con lo lastimero, sino esa capacidad de poder sentir o intentar sentir lo que el doliente sufre. Ideas devenidas no de ahora, sino de cientos de años atrás con las enseñanzas de Cosme y Damián, Lucano (san Lucas) y otros egregios más antiguos cuya data se remonta al siglo de Pericles, tal el caso de Hipócrates de Cos.
Traigo a colación estas remembranzas porque recientemente conocí a un joven sanador. Su origen: Q’eqchi’, su formación, eminentemente chiapaneca. Creció en uno de los campos de refugiados después de que sus padres lograron cruzar la frontera cuando eran perseguidos por ejércitos y guerrillas guatemaltecos. Allí aprendió el arte vernáculo de curar. Me pareció importante abordarlo para conocer de lo suyo y lejos de lo que creí, se mostró abierto a compartirme sus saberes. Con mucha seguridad y una perenne sonrisa me compartió que de ciencia no había mucho en sus quehaceres de sanador. «Me refiero…» —dijo— «…a la ciencia como la entendemos nosotros». Él es licenciado en pedagogía. Resultó que el joven aquel lo que pone en práctica es particularmente la compasión. El contacto piel a piel es esencial en su arte: «Sentirnos humanos ante el dolor y la muerte» me expresó.
Conforme se adentró en el coloquio me di cuenta que su trabajo, es devolver la seguridad y la confianza que el paciente ha perdido. Hacerle caer en la cuenta que la salud puede retornar y que para ellos, no es aceptable dejarse morir antes de que la verdadera muerte llegue, y si llega, aceptarla estoicamente.
El escenario donde platicábamos está rodeado del bosque de pinos que circunda el Campus San Pedro Claver y en ese entorno retrotraje de nuevo a mi maestro de cirugía quien, en un último consejo, antes de morir me dijo: «Es muy importante que el médico sea más psiquiatra y el psiquiatra más médico…» No era una cita de él. No recuerdo el nombre que me dio como su autor.
Le compartí entonces al joven sanador un fragmento de la narración de uno de los encuentros entre Juan de Torres, dominico profeso achí, y quienes dominaban el arte de curar en el mundo q’eqchi’ al momento de la atadura sociopolítica entre Aj Pop O’ Batz, el Cacique de caciques de Tezulutlán y Fray Bartolomé De Las Casas, en el siglo XVI:
“…y fue necesario acuñar un nuevo término para designar a las diferentes personas que dominaban las distintas artes de curar. El vocablo fue: Aj Kunanelab Mayab. Los Aj Kunanelab Mayab tenían como característica el don de poderse comunicar con el mundo de los espíritus. Supo Juan de Torres que el Aj Kij, el contador de los días, las semanas y los años en el grupo q’eqchi’, resultó tener los mismos conocimientos que el contador del tiempo del grupo kiché; y el Aj Achik, el interpretador de los sueños en el orbe kiché, tuvo que ponerse de acuerdo con los interpretadores de los sueños del mundo kakchikelá y qekchí’ para unificar criterios. Y así, entre sorbo y sorbo de jícaras de boj, la bebida fermentada de maíz que consumían los qekchíes en ocasiones culturales, ceremoniales y festivas, fluyeron ideas, intercambios, comparaciones y acercamientos entre los guías espirituales kekchíes y el dominico profeso de ascendencia achí”.
Cuando nos despedimos, el joven sanador y licenciado en pedagogía y ciencias de la educación me propuso: «Mañana, cuando se entreviste con su primer paciente, no olvide tocarle sus manos y fusionarse con él. Le hará sentirse humano. Tal vez él no lo necesite pero usted sí…»
Dos carcajadas, —la de él y la mía— se unieron en un solo eco y cuando su figura se fusionó con el verdor del bosque para luego desaparecer en un recodo del camino me pareció ver a mi maestro de cirugía caminando junto a su persona.
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