Desde que uno ingresa a la Facultad de Derecho, entiende que el derecho sigue al hecho, y no al revés. Es decir, primero está la realidad, y luego, el derecho trata de normarla. Todo ello, supuestamente, para que haya orden y paz. No es casualidad entonces que a algunas escuelas de leyes, precisamente se le llame “Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales”, aunque poco nos enseñen del enfoque social o sociológico del Derecho. Muy poco también, sobre el carácter científico y filosófico de esta disciplina, llamada a veces “Jurisprudencia”.
Con el pasar de los años, y tristemente, mucho tiempo después de haber pasado por las aulas, de repente uno puede percibir que la educación profesional (que no, formación), ha sido más dogmática que otra cosa. Justamente la “dogmática jurídica” nos intenta inculcar que la interpretación de la ley debe ser sistemática, ordenada, metódica y casi, pre calculada, cimentada en ficciones como la plenitud hermética del ordenamiento normativo (“¡todo está en la ley!”). Pero ¿qué se entiende por esa “plenitud hermética”? Se resume en esta norma: “el silencio, obscuridad o insuficiencia de la ley, no autorizan a los jueces o tribunales para dejar de resolver una controversia”.
Entonces, quizá lo más importante de todo, es entender exactamente qué se entiende por “ley”. Y aquí es donde se pone un poco más interesante el asunto. Se dice que hay varias “fuentes de derecho”, siendo la ley, tan solo una de ellas (realmente, la ley entendida como el resultado del proceso de legislar por parte del Congreso). Las otras fuentes, típicamente, son la costumbre, la jurisprudencia, los principios generales del derecho, y la doctrina jurídica. Es decir, “derecho” es una palabra muchísimo más ancha y rica.
Sin embargo, la hegemonía de la ley en nuestro país es avasallante. Es decir, de todas las fuentes del Derecho, virtualmente la única que produce normas de observancia o cumplimiento obligatorio, es la que está en poder de los legisladores. Forma, lo que podría denominarse un “triángulo anti-pluralitsta” jurídico. Y me parece como un triángulo equilátero, con sus lados y ángulos perfectamente iguales, en donde sus vértices se forman por tres elementos.
Están contemplados en la Ley del Organismo Judicial: 1) el de la “primacía de la ley” que, dogmáticamente dicta que contra la observancia de la ley no puede alegarse ignorancia, desuso, costumbre o práctica en contrario; 2) el de la “interpretación de la ley”, que ordena que no puede desatenderse el texto literal de una norma si dicho texto es claro, con el pretexto de consultar “su espíritu”; y 3) bajo el epígrafe de “Fuentes del Derecho” se impone que la ley es la fuente del ordenamiento jurídico y que la jurisprudencia la complementará. La costumbre regirá sólo en defecto de ley aplicable o por delegación de la ley, siempre que no sea contraria a la moral o al orden público, y que resulte probada.
En fin, estas normas que usan los jueces, pero que se la dictaron los legisladores, forman ese triángulo imaginario que no da, en la realidad, mayor espacio al pluralismo jurídico que existe en una sociedad plural. Adentro de esa figura geométrica pareciera estar capturado nuestro régimen legal, y todo intento de ingresar a él con normas o prácticas que sociológica y antropológicamente quizá fueran más pertinentes, rebotaría con esos muros infranqueables formados por la equidistancia de sus ángulos. La única forma de permearlo es por medio de la legislación misma. ¿Se da cuenta entonces de la superlativa importancia del Organismo Legislativo en un país jurídicamente hermético, pero socialmente, plural, como el nuestro?
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