Ahora bien, ¿se puede ser al mismo tiempo soberano y lo opuesto? Porque algo de eso está pasando con el actual gobierno de Guatemala: habla de soberanía, pero paralelamente hace cosas que van en sentido contrario.
Desde hace algún tiempo, durante la jefatura del colombiano Iván Velásquez, la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) acometió una fuerte lucha contra la corrupción secundada por el Ministerio Público con la anterior fiscal general, Thelma Aldana. Así se desarticularon varias bandas enquistadas en las estructuras estatales dedicadas a actos delincuenciales de cuello blanco, de modo que hasta se llegó a enviar a la cárcel a un presidente y a su vice.
Todo parecía indicar que esa frontal lucha contra la corrupción había llegado para quedarse y que contaba con el beneplácito del Gobierno estadounidense, verdadero agente decisorio final de mucho de lo que sucede en los países latinoamericanos. En la dinámica de esa lucha se vieron tocados altos funcionarios del Gobierno, militares, buena parte de la casta política, incluso algunos empresarios de alcurnia. Valga decir, como observación paralela, que en realidad ningún miembro de la oligarquía, de los más connotados grupos económicos, terminó preso. La lucha contra la corrupción se centró básicamente en funcionarios públicos.
No dejaba de ser curioso que un país marcado en toda su historia por la corrupción y la impunidad pasara de buenas a primeras a ser un ejemplo en la lucha contra estos males. Algo olía mal allí. Y, efectivamente, puede verse ahora que esa pretendida cruzada fue una experiencia piloto de Washington para poner la corrupción como nueva plaga bíblica. La corrupción como mal fundamental escamotea otras verdades: que es el sistema en su conjunto el causante de las penurias populares. Lo cierto es que el montaje funcionó.
Tanto funcionó que empezó a incomodar a los sectores perseguidos, aquellos con quienes nunca antes nadie se había metido. Pero los tiempos cambiaron. Cambió el presidente en Estados Unidos y cambió el juego de fuerzas internas en Guatemala. La lucha contra la corrupción salió de la agenda de la embajada estadounidense. Si su anterior representante diplomático, Todd Robinson, fue el principal abanderado de esa política, el actual, Luis Arreaga, bajó completamente el perfil. La iniciativa del Plan para la Prosperidad del Triángulo Norte centroamericano se esfumó y, con ella, la preocupación por la corrupción.
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El actual gobierno, no sin esfuerzo, logró bloquearle el paso a la Cicig. Cabildeando en el Senado estadounidense y con un mensaje al mundo de no injerencia en los asuntos internos, pudo desarticular esta iniciativa de las Naciones Unidas. El argumento esgrimido fue que la Cicig y su último comisionado en particular violaban la soberanía nacional al inmiscuirse en asuntos internos que no les concernían.
Si realmente el Gobierno defendiera la soberanía, sería digno de aplauso. Pero ¿la defiende? Se abre la pregunta porque no queda claro por qué Guatemala, tan lejana al conflicto de Medio Oriente, se hizo eco de la decisión de Washington y cambió de lugar su embajada en Israel.
Y menos aún se entiende cómo, defendiendo férreamente la soberanía y la autodeterminación nacional, se inmiscuye ahora en los asuntos internos de la soberana República Bolivariana de Venezuela. Allí hay un presidente democráticamente electo: Nicolás Maduro. La maniobra de una autoproclamación como presidente encargado por parte del joven diputado Juan Guaidó (famoso por sus nalgas al aire en 2014) es un virtual golpe de Estado, un desacato al orden constitucional. En todo caso, hay allí una artera maniobra de la Casa Blanca para desalojar del Gobierno a la Revolución Bolivariana, quedarse con las cuantiosas riquezas naturales de Venezuela, el petróleo en primer término, y así intentar cerrarle el paso a la presencia rusa y china en estas tierras.
Pero ¿todo eso no es asunto de los venezolanos? ¿Por qué el presidente Jimmy Morales se entromete en asuntos de otro país? ¿Y la soberanía?
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