Y eso fue justo lo que me pasó el otro día. Había quedado de reunirme con una amiga en un café de la Antigua. Debía caminar hacia el parque y atravesarlo hasta llegar a una de las cafeterías del portal. Ni bien había dado tres pasos en el parque cuando un hombre gritó: «¡Miren, muchá! ¡Qué buenas chiches las de esa chava!». Los cuatro o cinco hombres del grupo prendieron los ojos justo sobre mis pechos.
Bajé la cara avergonzada y pensé en cerrar los botones del suéter. Di cinco pasos más, pero aún podía escucharlos riéndose. Avancé tres pasos y decidí regresar. Me paré enfrente de ellos y quién sabe qué les dije. No respondieron nada. Silencio completo. La vista en el suelo. Satisfecha de haberlos confrontado, seguí mi camino sin abotonarme el suéter.
Si uno ve el incidente desde lejos, hasta parece chistoso. Pero no lo es. Millones de mujeres viven a diario el acoso sexual: comentarios vulgares, miradas lascivas y metidas de mano. Es tan común, tan de todos los días, que nos parece algo normal o propio del hombre, como si hubiera nacido así y actuara por instinto.
Cuando me imagino a un hombre guapo, el actor y cantante guatemalteco Oscar Isaac viene a mi mente. Pienso en la manera como sostiene la guitarra, en su barba negra, en sus colochos alborotados, en sus ojos inmensos, en el olor que desprende la bufanda que lleva colgada al cuello, y pienso más en sus labios. Sí, suena cursi. Y me da lo mismo porque así pensamos muchas mujeres. No me hace recatada, conservadora o cuadrada porque, si lo pienso un poco más, me lo puedo imaginar aún más y más cerca. Sin embargo, es un hombre y me sigue gustando así de bonito, y eso me impide gritarle: «Qué buen culito».
Crecí entre hombres: dos hermanos y un papá. Yo, la única mujer. Me acostumbré a escuchar de todo, porque si algo siempre prevaleció en mi casa era el derecho de expresarnos como nos viniera en gana. Y supongo que en eso la crianza falló porque jamás se puso un alto a todos esos comentarios, que de una u otra forma solo han reforzado la conducta de acoso sexual y la concepción de la mujer como un objeto. El primero en decir que esta opinión es exagerada sería mi papá. No hace mucho fuimos juntos al teatro, y una mujer caminaba frente a nosotros. Fue solo cuestión de segundos para que mi papá la detectara, y lo primero que exclamó fue: «¡Mira qué tremendo culo el de esa mujer!». Así, sin mayor recato, lanzó lo único que pudo reconocer de ella: sus nalgas.
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