Pido lo de siempre, soy animal de costumbre. Y como siempre, animal de costumbre al fin, se me olvida pedir que me cambien las papas fritas por aros de cebolla. Se me ha vuelto una costumbre indeseable. Para los cajeros, indefectiblemente, resulta más fácil darme los aros sin rechistar antes de hacer el proceso de cobrarme los $.40 que hay de diferencia entre una y otra guarnición. Y de alguna forma siento que es como robar.
El cajero es un hombre de unos 45 años, es el team leader. Tiene el pelo entrecano y se nota que le falta un abrazo. Me dice que no tenga pena, que me va a dar los aros de cebolla y cuando me lleva la orden a la mesa se comporta como si estuviera vigilado por un supervisor no-visto, aguardando cualquier equivocación para despedirlo.
Afuera llueve y yo maldigo mi idea de salir a las once de la noche y conducir tres horas en busca de un lugar lo suficientemente oscuro para ver esa lluvia de estrellas que han estado anunciando mis parientes, amigos y sitios de internet con ese chantaje soslayado de que si no vas a verlas es porque de plano sos un prosaico.
Salgo en busca de algún lugar en el que poder sentarme un par de horas en casi total oscuridad a tomar fotos de larga exposición con la esperanza de capturar alguna estrella fugaz.
Pero llueve y no hay un milímetro del cielo que no esté cubierto por las nubes. Yo sé que allá arriba, allá donde no hay nubes, las estrellas fugaces ya están cayendo a montones y me la juego. Le pido a una estrella fugaz que me permita escapar de la lluvia. No la he visto caer, no sé siquiera si la dichosa estrella estaba escuchando, pero no importa. Los saltos al vacío son siempre eso: un acto de fe, un ir hacia delante sin hacer demasiados cálculos ni consideraciones, un pedirle a una estrella fugaz no-vista que te haga la gracia de llevarte a un lugar oscuro y despejado.
Y me lanzo, bajo la lluvia, a través del desierto para intentar capturar las estrellas con mi cámara. La estrella cumple y a una hora y media de haber salido de El Paso hacia ese lugar donde los cielos están tan negros como pueden estar en un país altamente industrializado, el firmamento se abre, casi de inmediato y deja ver las estrellas. Decir las estrellas es una injusticia. Son tantas que no se conforman a la visión que tiene alguien como yo, que creció en una ciudad de un país pobre. Los niños de las grandes ciudades del primer mundo piensan que el cielo nocturno es una esponja gris-naranja y muchos de ellos no han visto las estrellas más que en televisión.
Para mí, las estrellas siempre fueron puntitos de luz como si alguien hubiera picado con un alfiler el techo. Pero acá, es distinto, la noche es tal que las estrellas son eso y más. Hay un trasfondo, un telón de otras estrellas que manchan el cielo como si -creo que ya lo he dicho- alguien se hubiera derramado la leche sobre el terciopelo negro.
Me detengo en Van Horn a comprar un café y prosigo en dirección a Marfa. Y allí lo encuentro, el lugar ideal para comenzar a sacar fotos. No he terminado de sacar mi cámara y ya está allí. Detrás de mí dos faros como de nave espacial o buque mercante iluminan mi carro y la carretera y el paisaje y todo lo que hay como hasta medio kilómetro delante. Asomo la cara por la ventana y veo al hombrecito verde.
Es regordete y tiene los ojos demasiado pequeños y juntos uno del otro. A contra luz pienso mi primera impresión es imaginarme que es un extraterrestre, pero luego se voltea y puedo ver que lo verde es su uniforme de la Border Patrol. Me pregunta si todo está bien, si tengo algún desperfecto en el carro y si me puede ayudar. Aunque la pregunta de fondo es qué estoy haciendo allí en la mitad de la nada. No contesto sino esa pregunta, la tácita. “Estoy tomando fotos de las Perseidas”, digo. Y luego reparo que a lo mejor no sepa de qué se trata y añado, “es una lluvia de meteoritos que se supone ocurrirá hoy”.
“Ok, solo sepa que en esta zona hay varios puntos donde recogen indocumentados”.
No sé si lo dice para atormentarme y hacer que me largue, temeroso de los migrantes, o si en realidad es cierto. O ambas.
Antes de irse señala una rama de mezquite cuyas enormes espinas se han alojado en mi rueda delantera. “Cuidado, no sea que se le desinfle”, me dice antes de irse.
Le agradezco y vuelvo a subir al carro. Cuando me subo, mi pantalón raído y viejo se rompe por el costado. Es un rasgón de unos 20 centímetros a la mitad del muslo, entre la cintura y la rodilla.
Muevo el carro de lugar y sigo sacando fotos. A los diez minutos, ahí está de vuelta. Lo oigo venir antes de que sus luces aparezcan al tomar la curva. Es un motor como de transatlántico o turbina de avión, debe ser un Ford F350 como mínimo. Al llegar a la altura de donde estoy tomando fotos, me pregunta por mi rueda otra vez y me mira de pies a cabeza y nota mi pantalón. Trato de distraerlo del jirón de tela que aletea en mi pierna conforme el viento toma fuerza y le pregunto si el sitio es seguro, si me van a asaltar, y el hombre pone una cara como si ahora yo fuera el hombrecito verde.
“No, no hay crimen acá”, dice con total extrañeza. “Solo es un punto de recogida de ilegales. Además, no se preocupe, ahora mismo hay gente viéndolo, viéndonos”, añade con un tono ominoso.
“De alguna forma eso es reconfortante”, respondo con la mejor sonrisa que se puede esbozar luego de un comentario como el que el hombre hizo.
Se va y cuando los faros de su auto han desaparecido comienzan a llover meteoritos. Pido deseos, por doquier. Por algún motivo las estrellas no se dejan capturar en la cámara. Justo cuando sentí que había logrado una buena foto, de nuevo, los faros del pick up de la Border Patrol le pegan de lleno al lente de la cámara y me velan la foto.
El hombrecito ya ni para, solo pasa despacito y pita. Pita tres veces para recordarme que a. es punto de encuentro para los indocumentados, b. hay alguien viéndome, siempre y c. mi rueda puede dejarme varado en medio de la nada en cualquier momento.
Comienzo a sentir miedo, el hombrecito ha cumplido su trabajo. Los indocumentados y los vigilantes no-vistos no me preocupan tanto. Pero la perspectiva de cambiar una rueda a tientas en medio de este lugar lleno de arbustos espinosos me da bastante miedo.
Tomo unas cuantas fotos más y decido volver a casa.
De vuelta, en la carretera ya no llueve. Hace un clima espléndido cuando bajo a regar los arbustos espinosos en un punto de descanso y pido un último deseo a una estrella fugaz que desaparece detrás de una colina.
Voy escuchando la radio, la radio gringa y la mexicana, alternativamente según la cobertura disponible en este camino fronterizo. En cuanto hay cobertura celular, sintonizo en el teléfono Radio Nacional de España, con la esperanza de que aún esté un programa en el que llama gente para quejarse, para contar sus sufrimientos. Lo he oído un par de veces y siempre llama gente para dejarse el corazón sangrante en la mesa.
Pero ya es tarde, la chica del programa hace horas que ha ido a dormir. Debe de ser casi mediodía en Madrid y los noctámbulos quejosos ya estarán fastidiando a alguien en sus trabajos o sus familias.
En cambio, hay un programa que no sé bien de qué va pero que están poniendo flamenco. Algo así como “Hablemos de Camarón de la Isla y Kiko Veneno” hubiera titulado yo el programa de esa madrugada.
Llego a casa. No sé si sean las rumbas o la posibilidad de reencontrarme con el colchón lo que me alegra, pero voy palmeando y todo.
Abro la puerta y aún está el desorden y las cajas de la mudanza recién terminada. Por lo demás, la casa está sola y constato que mi deseo no fue concedido. Supongo que las estrellas fugaces vistas han de ser menos efectivas que aquellas que uno no ve, pero a las que pide sabiendo que sí o sí van a cumplir.
Volando voy, volando vengo
volando voy, volando vengo
por el camino yo me entretengo
enamorao de la vida que aveces duele
si tengo frio busco candela
y vola volando voy volando vengo vengo
vola volando voy volando vengo vengo
señoras y señores sepan ustedes
que la flor de la noche
pa quien la merece
vola volando voy volando vengo vengo
por el camino yo me entretengo
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