Es casi un milagro que todas hayamos coincidido en este viaje. Siempre parece haber algo más: compromisos familiares, retiros espirituales, limitaciones económicas, citas amorosas y muchos otros planes. Pero esta Semana Santa nada de eso ocurrió. Y así fue como terminamos seis amigas, tan distintas unas de otras, compartiendo el mismo horizonte.
Dos situaciones pueden surgir cuando se junta un grupo de mujeres. La primera, un cuchubal de envidias: que si la falda le queda muy corta, qu...
Es casi un milagro que todas hayamos coincidido en este viaje. Siempre parece haber algo más: compromisos familiares, retiros espirituales, limitaciones económicas, citas amorosas y muchos otros planes. Pero esta Semana Santa nada de eso ocurrió. Y así fue como terminamos seis amigas, tan distintas unas de otras, compartiendo el mismo horizonte.
Dos situaciones pueden surgir cuando se junta un grupo de mujeres. La primera, un cuchubal de envidias: que si la falda le queda muy corta, que si le quemó el rancho al marido, que si los hijos son unos malcriados, que debería ponerse bótox, que si el novio es un bolo, que seguro se ve tan bien porque se hizo la cirugía plástica, y así seguir hasta terminar bajándose el cuero. O la segunda: se libera nuestra voz para compartir nuestra historia, y esas diferencias entre una y otra se traducen en los detalles que nos hacen reconocernos como únicas e irremplazables.
Y esas somos nosotras, mis amigas y todas las mujeres que han pasado por mi vida. Es con ustedes, de diferentes edades, tamaños, colores, nacionalidades o preferencias sexuales, con quienes aprendí lo maravilloso que es haber nacido mujer. Es en sus historias donde descubrí que podemos hablar en tiempo récord de temas que van desde el dolor más grande que ha sentido nuestro corazón hasta el mejor sexo que hemos experimentado en nuestras vidas. Y es que somos como un libro de cuentos cortos o largos, con cientos de capítulos que van hilándose entre la vida de la una y de la otra.
Sin embargo, aún me cuesta creer que la mayoría de nosotras pasamos por la vida sin hablar o ser escuchadas. En silencio. Sin encontrar la complicidad de una mirada, sin reír hasta sentir que una se orina, sin contar aquellos secretos que al decirlos sonaron más chistosos que macabros, sin llorar hasta soltar la mochila de los hombros, sin quitarse la máscara para dejar de juzgar o sentirse juzgada, sin apartar la vergüenza para hablar de aquello de lo que siempre se nos dijo que era prohibido, sin hacer a un lado el miedo para ir tras un sueño. Por eso nunca me quiero olvidar de nosotras, de nuestra capacidad para cambiar, de nuestro ejemplo como fuente de inspiración para las que vienen detrás, de nuestra fuerza para levantarnos, de la entereza al dejar ir, del eco de nuestra risa y de las cicatrices en nuestra historia.
Los minutos pasaron y nos mantuvimos acostadas, ahora en silencio, viendo las estrellas encendidas sobre el puerto de La Libertad. Llevaba tantos años de no buscarlas que se me había olvidado que tan solo debía mirar arriba para volver a encontrarlas.
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