Hace ya casi un mes, el municipio vivió un fin de semana atroz. Once personas murieron asesinadas en el transcurso de unas pocas horas. A seis miembros de una familia los aniquilaron con saña temible. La matanza se ha asociado de forma directa aunque aún nada clara con el conflicto que late en el municipio desde que hace ocho años se conoció el proyecto de Cementos Progreso de instalar una planta en el lugar. Aún estamos lejos de saber lo que pasó.
Allí, todos creen tener la razón. Todos quieren apropiarse de los muertos, tener los muertos de su lado. De inmediato, los representantes de la empresa y el Comité de Unidad Campesina salieron a culpar al otro, como enarbolando una bandera y no como doliéndose por las múltiples vidas que ya no serán. Pero los muertos no constituyen teoría política. Los muertos son muertos, y esa es su tragedia y la de todos. “Matar a un hombre”, escribió Sebastián Castellión en 1553 (mil quinientos cincuenta y tres), “no es defender una doctrina, es matar a un hombre”. Y los que lo mataron son sus asesinos. No hemos aprendido todavía eso: ni la tolerancia en la serenidad ni mucho menos en el conflicto. Nos matamos. Nos matamos por decenas, por miles. Por explosión o por estrategia. Por frustración y para causar miedo o para ajustar cuentas.
Las muertes, sin importar quiénes sean las víctimas ni los victimarios, son absolutamente condenables e intolerables. Estos crímenes no pueden ni deben quedar en la impunidad. Los responsables, sin importar quiénes sean, deben comparecer ante los tribunales y responder por sus actos.
Pero es difícil encontrar consuelo o esperanza cuando se debe confiar en un ministro de Gobernación que parece escuchar más a criminales condenados que a la propia población, o cuando la investigación queda a cargo de una Fiscal General que, con flagrancia, aún no ha dado señales relevantes de ser Fiscal General.
Los cientos de militares y policías que ocuparon esa población después de que se decretara Estado de Prevención tampoco devolvieron la paz y tranquilidad. Su presencia parece haber profundizado por el momento las diferencias entre los vecinos. El ministro de Gobernación ha responsabilizado de los enfrentamientos a “una red delincuencial” que opera en ese municipio aprovechando la ausencia de las autoridades y que ha instaurado un “estado de terror”. Pero no ha aportado pruebas contundentes.
San Juan Sacatepéquez, uno de los municipios más golpeados por el conflicto y con tradición de gente armada, no se había recuperado de esos años cuando llegó a instalarse Cementos Progreso, y con ello emergió la división. No sólo entre los que rechazan su presencia por razones comerciales, de propiedad de tierra, por los daños que provoca la producción de cemento a los recursos naturales, entre otras razones; y los que apoyan la instalación de la planta cementera porque ven en ella una necesaria fuente de trabajo (jardinería, seguridad, etcétera) y desarrollo local. Todas ellas posiciones legítimas y debatibles.
La Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos en un comunicado publicado 10 días después de los hechos, subrayó “la necesidad de hacer una clara distinción entre quienes perpetraron esta masacre y quienes de forma legítima y pacífica reclaman y defienden sus derechos”. Oacnudh señalaba que a pesar de los esfuerzos por abordar el conflicto por parte del Estado, “no se han logrado los consensos necesarios entre las partes para revertir las causas estructurales”. El Procurador de los Derechos Humanos, Jorge de León Duque declaró que “se debe investigar y deducir responsabilidades, sin importar quién sea y a qué institución pertenezca”.
La conflictividad social que experimenta San Juan Sacatepéquez desde hace casi una década es grave y compleja. Para empezar, es difícil saber cuáles son los bandos, aunque constantemente se nos diga que son dos: los que están a favor y los que están en contra de la empresa cementera. Pero todo está mucho más enmarañado. Y hay, en medio, encapuchados. Y violencia, violencia vil para todos. Y la mayoría siente miedo, como los niños. Los implicados en el conflicto y los que solo viven allí. Se temen.
Ante todo esto, el Estado no ha sabido intervenir: no ha sabido prevenir los incidentes que se han cobrado la vida de decenas de vecinos; ha permitido la creación y funcionamiento de patrulleros que amedrentan a los ciudadanos; ha olvidado su función constitucional primordial de velar por el bienestar de los guatemaltecos; ha respondido con represión a las demandas de descontento de los vecinos; ha generado miedo. El Estado ha fallado en el acercamiento y búsqueda de soluciones de beneficio común, en la mediación; y, ahora, en la investigación pronta de los crímenes. El Estado (tanto el gobierno central, como la municipalidad), lejos de ser un buen mediador ha aparecido a veces como una parte muy parcializada e injusta, y así lo ven los apocalípticos y los integrados. Unos suelen acusar al Gobierno, y otros, generalmente, a la municipalidad.
Se olvida que todo lo que sucede en San Juan es histórico. Un conflicto histórico irresuelto. Es una larga cadena de enfrentamientos, que en la historia reciente suman al eslabón de un actor externo que llegó con poder económico y político reforzando, una vez más, relaciones de poder desiguales. El de San Juan no es un conflicto nuevo, pero sí un buen ejemplo de cómo operan los megaproyectos en territorios indígenas que no son pobres. Es un área de comerciantes indígenas exitosos que, antes de la instalación de la cementera, no habían apoyado las demandas indígenas nacionales. Se levantaron cuando cayó la cementera, deforestó montañas y los productores de flores empezaron a temer una competencia por el agua. Allí empezó la organización. Y, si el Estado no cumple con su deber, el conflicto durará mucho más.
Y esto vale tanto para el conflicto de San Juan Sacatepéquez como de los que viven las decenas de comunidades en las cuales actúa de la misma forma.