Es un referente porque sentó la agenda no solo en relación con el cómo (empoderar y depurar el poder judicial), sino también en cuanto a las etapas. Es decir, en cuanto a qué esperar. El proceso impulsado por los jueces antimafia Falcone y Borsellino pudo poner al crimen organizado contra las cuerdas. El Estado italiano otorgó una brutal sentencia a 300 mafiosos, lo que jamás en la historia del Mezzogiorno italiano se habría soñado. Pero, a menos de un par de años de la histórica sentencia del Maxiprocesso, el Tribunal Supremo italiano la revirtió. Luego, los jueces antimafia fueron asesinados y eventualmente el berlusconismo pactó con el crimen organizado la recomposición del statu quo. Entonces, se podría concluir que, a pesar de los avances que llevaron a la Convención de Palermo a constituirse en el modelo que es, pocos cambios estructurales se llevaron a cabo efectivamente.
En la experiencia guatemalteca, la presencia de la Cicig ha tenido logros impensables, pero no ha logrado cambios estructurales. Y esos cambios estructurales no se generan por vía de instrumentos que asuman el principio de buena fe de los Estados. Retornemos a la cuestión de los logros: imputación de delitos a personajes que en el pasado resultaban intocables. Pero, cómo los cambios de carácter estructural requieren mucho tiempo, ante todo avance siempre hay un retroceso natural y esperado. Por eso lo que acontece en Guatemala no debe sorprender. Era una reacción esperada. Siempre hay un golpe final cuando la mafia se siente acorralada. La diferencia puede plantearse en razón de los instrumentos, del uso de la violencia o de los mismos mecanismos institucionales, pero el efecto termina siendo el mismo. En lo que respecta a la experiencia Cicig (cuando la veamos en retrospectiva), quizá deberemos apuntar que parte del problema venía precisamente en el mismo diseño del mecanismo. La comisión asume la buena voluntad del Estado que la solicita y ratifica. Pero hay contextos donde la buena voluntad no se puede (debe) dar por sentada. Al ser una comisión que acompaña los procesos, la posibilidad de afilar colmillos cuando el sistema se torna agresivo es casi imposible. Porque, si bien pareciera ser una megafiscalía anticorrupción, en la práctica tiene limitaciones impuestas por su propio mandato.
Lo que sí debe sorprender es por qué este escenario tiene lugar bajo la administración de un presidente catalogado de débil, y no en la pasada administración. Cualquier politólogo sabe que, cuando los poderes ejecutivos son débiles (cuando carecen de una bancada que haga la diferencia), resulta muy difícil que puedan rivalizar con los otros poderes del Estado o con otros actores políticamente relevantes. Y esa es la pregunta con relación al presidente Morales. ¿En serio tiene la fuerza en el Congreso como para jugársela? Aunque carece de logros, resultados y popularidad, ¿qué (quién o quiénes) lo empodera para tomar esa decisión? No parecen importarle los dos amparos transitorios interpuestos ante la CC (bueno, sí, son transitorios), pero tampoco parecen importarle una comunicación oficial de la Procuraduría General de la Nación que lo insta a recular ni el pronunciamiento del senador estadounidense Patrick Leahy ni un segundo comunicado del vocero del Departamento de Estado.
Todo esto quizá no sea nada más que la locura de un outsider que por razones personales no otorga primacía a la lucha contra la impunidad ni mide las consecuencias de su decisión en un país que es estructuralmente dependiente de la cooperación. Ejercer el poder, ostentar la oficina presidencial, ser presidente no es cualquier cosa. La experiencia y el conocimiento también proveen y enseñan a tener miedo. Y los outsiders también se equivocan al dejarse llevar por la emotividad. Ahora sabemos que el presidente debía haber firmado su decreto de expulsión junto con su gabinete, aunque podría haberlo hecho únicamente con la Cancillería. Pero en tal momento no tenía canciller. Confunde las fechas. Se basó en que debía recibir a los representantes diplomáticos, así como en expedirles y retirarles el exequatur a los cónsules, lo cual no es aplicable al comisionado, según la Corte de Constitucionalidad (CC). Ahora, según la misma CC, no puede repetir la acción.
Lo que sucedió el domingo es el cruce del Rubicón. «Los dados están echados», la frase que Suetonio le atribuyó a Cayo Julio César, se aplica perfectamente aquí. «Los dados están echados. Esperemos ahora la suerte». El presidente enseñó sus cartas y montó una crisis política y diplomática. La relación entre él y el Ejecutivo es ya, a todas luces, un juego de suma cero. No hay rasgos colaborativos. Esto abre la posibilidad de dos escenarios. En el primero, el comisionado Velázquez se mantiene en su puesto. Al final del día, lo experimentado por este es prácticamente nada comparado con lo que tuvo que vivir en Colombia. El perdedor final sería el presidente Morales, quien quedaría como ridículo frente a la comunidad internacional. El segundo escenario es uno en el que Velázquez se retira voluntariamente para evitar un nivel de polarización mayor. En este, la orden de expulsión firmada por el presidente (tal como lo hizo) no es un error, sino algo intencional para mostrar que no hay buena fe y que la presencia del comisionado no es bienvenida. Sin embargo, dado que la cuestión de persona non grata no está de por medio, el puesto de comisionado sigue siendo muy pero muy valorado. El juego no cambia. La posibilidad de un comisionado aún más draconiano es posible.
Estoy convencido de que la mafia, por su nivel de empoderamiento, sacrificaría al mismo presidente Morales si fuera posible expulsar a la Cicig. Lo que ha sucedido en estos días es solamente un aviso. El problema no es tener retrocesos naturales y esperados, sino que estos sean fatales.
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