Hablando sobre Guatemala y los últimos 50 años, los cambios llevarían cientos de páginas en el tomo I.
Hay uno que resulta fácil de identificar, pero para ello hay que detenerse un momento y afinar la visión, como cuando se hace enfoque manual de imagen en una cámara.
Quienes iniciamos nuestras vidas en entornos urbanos podemos recordar —o relatar a los más jóvenes— cómo los vecindarios eran economías dinámicas.
Se podían medir en pasos y en pocos minutos las distancias hasta diversos puntos de actividad económica, empresas familiares que pasaban de generación en generación.
Panaderías, carpinterías, mueblerías, tiendas, carnicerías, sastrerías, costurerías, pequeñas fábricas artesanales.
Sin caminar más de dos cuadras, en mi vecindario se podía encontrar casi todo. El carnicero permitía que los vendedores de verdura se apostaran en la acera de su negocio. Hoy se diría que le daban valor agregado y ventaja comparativa. En aquellos tiempos se llamaba darse la mano entre gente trabajadora.
Tenía un vecino que salía todos los días en una bicicleta de aquellas llamadas de reparto. Podría haber sido un jubilado, pero él no se dejaba vencer por la edad ni por la necesidad. Circulaba con su triste canto: «Vaselina, aceite de zapuyul, flit, creolina». Salía temprano y regresaba tarde. En algún sitio se abastecía de tan variados productos, que trasegaba hacia pequeños envases. Su hermano se dedicaba a lo mismo. Además, compraba manías fritas a granel y las metía en bolsitas plásticas. Era una cucharada por bolsa. Las cucharas eran quizá de plomo, soperas, y tenían el grabado de una virgen en su extremo de agarre. Luego se sellaban las bolsitas al calor de una llama de candela y se engrapaban en tiras de cartón que después estarían colgando en las tiendas de barrio.
¿Cómo olvidar las tiendas y los hogares que se dedicaban a vender comida preparada? Algunas ofrecían delicias típicas el fin de semana. Otras, más modestas y con una función social de menor rango y mayor importancia, vendían frijoles cocidos por cucharonazo. Daba para pasar el día.
Estaba la familia que preparaba chicharrones los sábados. Y el señor que reparaba zapatos y tenía colgados, cual ropa al sol, las revistas de historietas o chistes de alquiler. Por un centavo se podían leer una o dos siempre que no se sacaran del local.
En ocasiones pasaban los cabreros chicoteando las banquetas y parando a cada tanto para vender leche fresca de cabra. Un poco más allá había una lechería donde se hacía cola para beber leche al pie de la vaca y se compraban queso, crema y requesón.
Algunas señoras se dedicaban a lavar y planchar ropa a domicilio. Otras ofrecían servicios de guardería, aunque los niños anduvieran sueltos y más de alguno diera el susto de desaparecerse temporalmente.
En la esquina estaba el peluquero, que además vendía cosas usadas. Así me hice de mi primer reloj cuando mi abuela dejó que me llevara una cafetera que ya no servía, le cambié la resistencia eléctrica (gracias a lo aprendido con mi profesor de Artes industriales) y quedamos satisfechos: él con su cafecito fresco cuando quisiera y yo con mi reloj Oris de cuatro agujas. La cuarta recorría el círculo externo del reloj, numerado del 1 al 31.
Pero este no es un artículo de nostalgia. Aceleremos el paso.
Los barrios eran economías dinámicas y el dinero pasaba de mano en mano dentro del mismo espacio territorial. Los oficios y los negocios se recibían y daban en herencia. Los jóvenes tenían diversas oportunidades de empleo. Los padres los entregaban como aprendices de oficio durante las vacaciones escolares. Existía la institución del fiado, y los vecinos les echaban un ojito a los niños que quedaban solos porque sus padres salían a trabajar.
Todo aquello desapareció con la llamada modernidad. Hoy los valientes negocios que sobreviven en aquellos barrios están tras las rejas como una gran paradoja. Quizá se desplazaron a zonas muy marginales.
¿Quién acabó con aquello? En parte, fue la lógica de las economías de escala, los supermercados, los centros comerciales y la inseguridad. Como pago por el progreso se entregaron las calles, se crearon generaciones de desarraigados sociales y económicos. Se cerró una fábrica de oportunidades y de pequeños empresarios porque la rentabilidad económica se impuso a la rentabilidad social.
Hoy los especialistas en desarrollo ven muchas virtudes en aquel modelo. Lo ven deseable y lo proponen como una novedad (redes de protección social), como un mecanismo para contener el avance de la desintegración familiar y social y como instrumento de contención de la pobreza extrema y de todos sus males.
Contra todo, resisten heroicamente las tortillerías. Déjeles propina, como hace en el restaurante. Deles su bono cuando consiga tortillas calientes en día feriado. Deles su regalo de Navidad o aguinaldo.
Más de este autor