Al entrar, uno es recibido por el olor a madera húmeda. Afuera, patrullas y un enjambre de motocicletas hacen la fauna local. Hay que superar varios anillos de seguridad para encontrar la oficina del funcionario con el que coordinaría el operativo.
Su oficina es una habitación bastante ordenada. El escritorio limpio, con los papeles dispuestos en una de esas armazones de metal de tres pisos para salientes, entrantes y urgentes.
Tomé asiento y diseñamos rápidamente el plan. Se disculpó conmigo por no ofrecerme nada de beber. No se preocupe, le respondí, sé que estamos en plan de austeridad. Sonrió como si la prisa le robara el tiempo para bromear. Abrió la gaveta de su escritorio y sacó un lápiz con el que revisó mi requerimiento.
“Hay que tomar todas las precauciones, licenciado”, aseveró, mirándome con las gafas a media nariz. “Ahora nadie respeta la autoridad y en cualquier operación de estas, uno se pone en riesgo”. Por supuesto que el tipo tenía razón. La calle está dura, como dicen los muchachos.
Un poco por morbo –he de ser sincero- y otro por enterarme de cómo tomaron la noticia dentro de la Policía, mencioné el caso del agente Rodríguez mientras el oficial sellaba los papeles del operativo y los entregaba con un subalterno.
En los corredores del Ministerio Público —ese sitio donde las conversaciones son un termómetro de la perversión humana— escuché por primera vez la historia. Al parecer, Rodríguez estaba destacado en la delegación policial de San Juan Cotzal, y su hijo, de dieciséis años, había sido detenido por una de esas Juntas Locales de Seguridad de las que tanto se ha hablado últimamente.
Tienen origen en la guerra interna. Aunque el primer antecedente moderno que recuerdo fue aquel grupo llamado “Guardianes del Vecindario”, que no era más que la capitalización en política del sentimiento revanchista del “ciudadano honrado” contra la “criminalidad”. Es decir, la formación de dos bandos civiles que se dispondrían a luchar hasta la muerte.
Óscar Recinos, su dirigente, incluso fue candidato a la alcaldía. Su hijo estudió conmigo en la universidad en los primeros años. Algunos le hacían la vida imposible cantándole el gingle de la campaña que postulaba a su padre, robado de otra campaña. “Si yo pudiera votar, votaría por Óscar Recinos…”
No supe mucho de ellos en la última década; supongo que dejó el mainstream de la política para ser sólo guardián en su vecindario, que estará, supongo, maravillosamente cuidado.
El asunto es que la Junta de Seguridad de San Juan Cotzal detuvo al hijo de Rodríguez, el policía, acusándolo de “parecer marero por llevar el pelo largo”. El hombre, como cualquier padre preocupado por su hijo, acudió a averiguar la situación del muchacho enfrentándose a la turba, que estaba al parecer siendo dirigida por el ex Alcalde de la localidad, José Pérez, a quien el Ministerio Público ha llevado a juicio por estos hechos.
Lo demás es un relato de terror: la turba tomó a Rodríguez, lo llevó a un calabozo, en donde fue torturado y finalmente ejecutado. Los más informados dicen que antes de darle muerte, le cortaron la lengua y luego le llenaron la garganta de combustible para incendiarlo.
“Ah, a la gente no le importa ya nada, usted, no hay respeto”, concluyó contrariado mi interlocutor. Acaban de matar otro agente en Chiquimula, me informó mientras colocaba los brazos contra las piernas, como si se fuese a levantar. Es la señal inequívoca de que quiere que me marche y no hablar nada del asunto. Así que me despedí y salí al pasillo.
El oficial terminó diciendo “la autoridad se perdió, mi lic; mire: un alcalde siendo el que incita a delinquir, estamos jodidos.” Caminé buscando la salida. Siempre me ha provocado cierta emoción estar en la Dirección General de la Policía. Hay un museo de armas en donde exhiben los uniformes que se usaron en el pasado. Son bastante bizarros; me parecen momias sosteniendo metralletas a lo Dick Tracy en versión zombi.
Muy a pesar de lo que parece, ese uniforme también ha sido llevado por policías respetables; que los hay, es sólo que a veces parecen ser invisibles. Pero es el destino: un policía que cumple con su función no es un héroe; es sólo un funcionario que cumple con su obligación.
Llegué al final del corredor principal. Del lado izquierdo, hay un enorme tablero de madera lleno de plaquitas con nombres. Es el muro de los caídos. Los policías asesinados. Ya hasta instalaron un nuevo tablero que espera acomodar las placas de los agentes que morirán en el futuro, dada la demanda de espacio.
La imagen roba la posibilidad del consuelo. Es un golpe al ánimo de los agentes, que siguen por ahí, sellando, dirigiendo, operando, mientras afuera, la mañana sigue, en una guerra que no cesa.
Saliendo de la Dirección, encontré la línea del tren, en cuyas orillas están instaladas innumerables habitaciones. Frente a las puertas de esos cuartos, obreros hacen filas para tener sexo con las prostitutas que ahí ejercen. Ríen algunos, otros platican, mientras los menos miran distraídos con cierta tristeza, sus zapatos empolvados. Una señora vende comida entre las filas.
Dejo esas calles atrás y vuelvo a la oficina. Enciendo la radio y sintonizo las noticias. Caos. Violencia. Fuego cruzado. La descripción de una batalla que ocurre en las calles por donde circulo. Mi requerimiento de asistencia ya ha sido respondido. Veinte agentes me acompañarían al operativo. Más de alguno se estará encomendando a Dios, para no ser otro nombre más en el muro de los caídos.
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