A juzgar por una parte de los comentarios que salpicaron la prensa inmediatamente después del anuncio de la tregua, al menos parcialmente, el gesto del grupo terrorista ha cosechado algún éxito. Muchos lo han considerado “una señal de paz”. Tal fue el caso de la ex–senadora Piedad Córdoba que lo ha calificado de “muestra de buena voluntad” y del alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, para quien “se demuestra la voluntad de las FARC de llegar a un cese definitivo del conflicto armado". Tampoco han faltado quienes rápidamente identificaron a los escépticos sobre las intenciones de la guerrilla como “opositores a la vía negociada”.
De este modo, el anuncio de la tregua ha conseguido transformar la imagen de las FARC ante los ojos de algunos, haciéndola aparecer como una organización que, de acuerdo con su líder, Timoleón Jiménez “Timochenko”, considera la paz como “una noble y legítima aspiración que la insurgencia colombiana defiende desde hace ya medio siglo”. Por su parte, el Ministerio de Defensa y la Fuerza Pública han recibido más de una crítica por su negativa a responder al cese el fuego de la guerrilla con una decisión similar por parte del Estado.
Esta extravagante inversión de papeles no resiste un análisis de la oferta de cese el fuego de las FARC. De hecho, si se repasa el comunicado donde la guerrilla anunció la tregua, se descubre que la propuesta es mucho más restringida de lo que parece. El Secretariado se limita a ordenar el “cese de toda clase de operaciones militares ofensivas contra las fuerzas públicas y los actos de sabotaje contra la infraestructura pública o privada”. Esta decisión deja por fuera actividades criminales como la extorsión o el narcotráfico. De igual forma, permite mantener el reclutamiento y el tráfico de armas. En otras palabras, las actividades logísticas destinadas a preparar las futuras acciones terroristas siguen funcionando a todo gas. De este modo, la tregua puede ser utilizada para acumular los recursos que permitan continuar con la violencia una vez que el periodo de cese el fuego termine el 20 de enero próximo.
Además, está el espinoso asunto de determinar que es ofensivo y defensivo en un conflicto irregular. Samuel Huntington definía la guerra de guerrillas como una forma de actividad armada en la cual “el lado más débil estratégicamente asume la ofensiva táctica en lugares, momentos y formas seleccionadas”. Así las cosas, resulta muy difícil definir qué es qué en el accionar de una guerrilla. Una emboscada es una operación ofensiva; pero su significado estratégico puede cambiar si se ejecuta para prevenir el acceso a un campamento del grupo armado o se lleva a cabo a unos centenares de metros de la salida de una base militar. En otras palabras, el tan publicitado cese de “toda clase de operaciones militares ofensivas” puede significar cualquier cosa.
La incertidumbre se hace completa si se tiene en cuenta que las promesas de la guerrilla son inverificables. Las estructuras armadas de las FARC son clandestinas, los guerrilleros hace tiempo que abandonaron el uso de uniforme salvo para mostrarse en los videos de propaganda y los atentados solo se reivindican cuando conviene. Las cosas se hacen aún más complicadas si se recuerda la larga tradición de la organización en el uso de “mano de obra mercenaria” para cometer sus actos más inconfesables. De este modo, el grupo terrorista puede respetar o romper la tregua a voluntad para luego sencillamente algar aquello de “yo no fui” y culpar a los consabidos “enemigos de la paz”, siempre denunciados y nunca encontrados.
Por lo demás, el record histórico de las FARC no permite albergar muchas esperanzas sobre el respeto de la organización a sus propias promesas. Basta con recordar el comportamiento de la guerrilla durante el cese el fuego acordado en el marco de los “Acuerdos de La Uribe” de 1984. Entonces, la cúpula guerrillera también anunció con bombos y platillos el final al secuestro y el frenazo a las operaciones ofensivas. Pero lo cierto es que la organización continuó armándose, multiplicando sus estructuras – lo que recibió el nombre de “desdoblamiento de Frentes”– y acumulando recursos a través del “boleteo”. El resultado final fue un espectacular crecimiento de la organización. Según fuentes militares de aquel periodo, las FARC tenían 1.800 integrantes en 1982 y terminaron con 4.000 en 1986.
Las señales con las que ha dado comienzo el actual cese el fuego tampoco anuncian nada bueno. A los pocos días del comunicado, se sucedieron acciones armadas en Cauca y voladuras de torres de energía en Antioquia. El resto de la credibilidad que le quedaba a la oferta de la guerrilla se evaporó tras la liberación de cuatro contratistas chinos de la empresa Emerald Energy que habían sido secuestrados 17 meses atrás. A pesar de los esfuerzos de sus captores por no revelar la identidad del grupo al que pertenecían –el día de la entrega ni usaron uniformes, ni se presentaron como guerrilleros– lo cierto es que desde antes ya se había identificado a las FARC como responsables del rapto. Un hecho que hizo añicos la tajante afirmación de los voceros de la guerrilla durante su primera rueda de prensa en La Habana en el sentido de que la organización no tenía ningún secuestrado en su poder.
Semejante cadena de incoherencias y mentiras ha sido explicada de dos formas. Por un lado, se ha sostenido que la estructura de comando de las FARC está en tan malas condiciones que la cúpula de la organización no puede garantizar que los Frentes conozcan y acaten sus órdenes. Por otra parte, se ha planteado que la guerrilla tiene la intención de engañar al gobierno y la opinión pública deliberadamente, ofreciendo un cese el fuego temporal al tiempo que mantiene su campaña armada. Con toda probabilidad, la verdad está en un punto intermedio entre ambas hipótesis. Por su puesto, la dirigencia guerrillera cada vez tiene más problemas para mantener el control de los Frentes. Pero además, todo indica que el grupo está apostando por operar de forma clandestina en un modo que le permita utilizar la violencia para imponer su control sobre las comunidades rurales y lucrarse con la extorsión mientras se presentan como el “partido de la paz”.
En este contexto, resulta clave entender cuáles son las verdaderas intenciones de las FARC con esta declaración unilateral de cese el fuego. Para responder a esta pregunta, hay que partir del hecho de que la guerrilla está perdiendo la confrontación contra el Estado. Para los incrédulos, vale la pena recordar unas cifras: en lo que va de año, las FARC han visto reducido su número de integrantes en algo más del 10% al tiempo que perdían en torno al 30% de sus comandantes de Frente o de Columna Móvil.
Así las cosas, la búsqueda de un cese el fuego con el gobierno se ha convertido en la única opción para escapar de la presión militar que está desgonzando la organización. En consecuencia, la oferta de dos meses de tregua unilateral busca demostrar que las FARC están decididas a reducir la violencia y cargar toda la responsabilidad de la misma sobre el Estado. De este modo, la guerrilla trataría de incrementar la presión política sobre el ejecutivo con la esperanza de forzarle a que se comprometa a una tregua bilateral para acallar las voces que lo acusan de “guerrerista”.
La gran paradoja es que la aceptación de un cese el fuego bilateral en lugar de acercar la posibilidad de un acuerdo la alejaría. Las actuales negociaciones son el resultado de la presión ejercida por las Fuerzas Militares y la Policía sobre la guerrilla que ha empujado al grupo armado a una posición extremadamente difícil y obligado a considerar el abandono de las armas. El frenazo de las operaciones de la Fuerza Pública rompería esta dinámica estratégica y ofrecería a las FARC la oportunidad de recuperarse.
De hecho, un cese el fuego bilateral blindaría a la organización terrorista de la presión militar y policial al tiempo que le permitía conservar su capacidad para ejecutar acciones clandestinas y ganar en visibilidad política. De este modo, las FARC tendrían todos los incentivos para prolongar indefinidamente las conversaciones sin llegar a un acuerdo de desarme mientras reconstruyen sus estructuras armadas. El resultado sería una reedición de los fracasos de 1982, 1991 y 1998: unas negociaciones que en lugar de llevar a la desmovilización permitieron el fortalecimiento de los violentos.
Por lo demás, hay argumentos poderosos para considerar que un frenazo a las operaciones contra las FARC sería un imposible legal. La Fuerza Pública tiene la obligación constitucional de hacer cumplir la ley y perseguir a quienes cometen actos delictivos. En consecuencia, resulta difícil imaginar cómo se podrían congelar sus actuaciones contra un grupo criminal mientras este conserva las armas en la mano y no ha aceptado someterse a la ley.
Más allá de estos criterios estratégicos o jurídicos, un cese el fuego bilateral también resulta un sinsentido porque significaría dar igual tratamiento a dos actores con una calidad política radicalmente distinta: un Estado democrático y una organización terrorista como las FARC. Detrás de algunos de los que promueven una tregua, subyace la idea de que finalmente los dos lados del conflicto son iguales. Frente a estas posiciones, vale la pena recordar la diferencia. A un lado, el gobierno y el resto de las instituciones estatales gozan de la legitimidad que les da haber sido escogidos democráticamente y su comportamiento está guiado por las leyes. Al otro, las FARC ni han sido elegidas, ni representan a nadie. Se trata sencillamente de una minoría radical que ha recurrido al crimen para tratar de imponer una agenda ideológica, por lo demás, impopular e impracticable.
Desde luego, esto no quiere decir que no se pueda recurrir a la negociación como una vía para reducir la violencia y buscar la desmovilización de un grupo armado. Pero resulta imposible contemplar las conversaciones entre un gobierno democrático y una organización terrorista como un diálogo entre iguales. Por el contrario, se trata de un gesto de generosidad propio de las sociedades abiertas que están dispuestas a abrir la democracia incluso a aquellos que han tratado de destruirla. La superioridad moral está del lado de la institucionalidad. En consecuencia, el Estado tiene el derecho y el deber de mantener las acciones de las Fuerzas Militares y la Policía como única garantía posibles del imperio de la ley y la seguridad de los ciudadanos.
Por todo lo dicho, el gobierno, el Ministro de Defensa, Juan Carlos Pinzón, y la cúpula de las Fuerzas Militares y la Policía tienen razón al negarse a considerar la posibilidad de establecer un cese el fuego bilateral con la guerrilla.
* Publicado en La Silla Vacía el 27 de noviembre
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