La clave del éxito de la incorporación gradual de nuevos grupos inmigrantes a finales del siglo XIX, decía, radicaba en el modelo de inserción donde el acceso a la educación pública gratuita, programas sociales y asociaciones de auxilio mutuo habían sido esenciales para la creación de una clase media vigorosa. Varias generaciones de trabajadores calificados, intelectuales, políticos, empresarios, financistas y filántropos florecieron, si bien sus antecesores tuvieron que superar pobreza, discriminación y estigma, el ritual de todo grupo que se asienta en el supuesto país de las oportunidades.
Efectivamente, en cualquier país, uno de los principales indicadores de movilidad social es el acceso equitativo a una educación sostenible de calidad. En el caso de los inmigrantes, lo es también el de su integración al tejido social de país receptor, lo cual es casi imposible sin una adecuada educación, primordialmente universitaria. La acción diferida de la administración Obama que suspendió las deportaciones de jóvenes estudiantes indocumentados es un paso correcto en esa línea. Por un lado les permite obtener un permiso de trabajo temporal y por el otro, aspirar a continuar sus estudios sean éstos secundarios o universitarios.
Sin embargo, la constante desinversión en educación, transformándose en un bien privado en lugar de uno público, pone en riesgo los sueños de muchas generaciones en este país. Las oportunidades se vuelven exclusivas para los segmentos más pudientes que, como ya se ha dicho ad nauseam, provoca un sistema de inequidades sociales que incluso afecta la economía. Y estas oportunidades se encuentran más distantes del segmento hispano-estadounidense, sean éstos inmigrantes o sus descendientes.
Ingresar a la universidad es cada vez más limitado, dado el alto costo de la matrícula de estudios. Esto ha provocado que en las últimas décadas, los estudiantes tengan que endeudarse para pagar la universidad “pública” pero no gratuita pues, aunque la mayoría de casas de estudio reciban financiamiento estatal, los estudiantes deben pagar una parte considerable de su carrera. Según un artículo de la revista On Campus de la Federación Americana de Maestros (AFT por sus siglas en inglés), el porcentaje de estudiantes con préstamos se ha incrementado de 35 a 40 por ciento en los últimos cuatro años. Casi la mitad de los estudiantes se encuentran endeudados, por lo que no sorprende que la crisis de la deuda universitaria persista después de la recesión, sumando $1 trillón en 2013.
En el caso de los hispanos, el efecto es mixto pues resulta que son más reacios a endeudarse debido a la incertidumbre que les genera no saber si podrán pagar su deuda, limitando sus opciones educativas y ofertas de ayuda financiera. Según el mismo artículo, sólo 60 por ciento de hispanos utilizan servicios financieros (comparado con 90 por ciento del resto de la población) y el uso de la tarjeta de crédito es mínimo. De tal forma que ese balance entre prudencia y responsabilidad los acorrala a matricularse en colegios preparatorios de dos años que por lo general son menos onerosos pero ofrecen menos recursos tanto académicos como financieros. Usualmente, los estudiantes de bajos recursos que se inscriben en instituciones caras reciben mayor ayuda financiera que si lo hacen en centros de estudio de bajo costo. Además, generalmente, los hispanos tienden a estudiar medio tiempo para trabajar, lo cual los descalifica para recibir préstamos subsidiados, optando por préstamos privados y cuidando que no suban los intereses.
Cuando por fin los estudiantes hispanos están graduándose en mayores porcentajes (76.3 por ciento en 2011), resulta contraproducente que existan pocos esfuerzos por evitar que la educación se privatice y comercialice en detrimento de formar e integrar a millones de jóvenes a la vida productiva. El futuro está en juego.
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