Dos años más tarde, sin comprender a cabalidad las implicaciones de esos eventos políticos, con 19 años de edad y en el cuarto semestre de una carrera universitaria que no satisfacía mis inquietudes, yo estaría tomando una decisión muy importante en mi vida. Mis antecedentes, mi contexto de clase media urbana y mis creencias e ideas un tanto megalómanas –de ser un “elegido para cumplir una misión”–, se entremezclaron con una particular conceptualización de la teología de la liberación sobre el seguimiento de Jesús. Una que exigía radicalidad en cuanto a la “opción por los pobres”.[i]
Me fui a El Salvador, recién firmados los Acuerdos de Paz en Chapultepec (1992), para estudiar en la UCA de los jesuitas mártires. Fue una experiencia inolvidable, pero también una terapia de shock para salir de la burbuja de cristal que me protegió durante 20 años. Hasta esa edad me enteré de las injusticias estructurales en la región (pobreza y desigualdad), de la discriminación contra los indígenas (eran los 500 años de la llegada de Colón), de los abusos del Estado contra la población civil en los conflictos bélicos de Guatemala y El Salvador, y de la necesidad de profundizar en la democracia y la protección de los Derechos Humanos. Me enfrenté con la realidad, la cual me indignó, me desafió, me enfureció y me cuestionó a nivel emocional e intelectual.
Mi luna de miel con la vida religiosa llegaría a su fin dos años después. Se había prolongado con una gratificante estancia en Nicaragua y una corta convivencia en una comunidad q’eqchi’ que había estado refugiada en las montañas y que apenas retomaba la normalidad. Era un estilo de vida austero que hasta ese momento guardaba bastante coherencia entre lo predicado y lo practicado. No obstante, todo empezaría a derrumbarse con la llegada a Costa Rica. No es que la sociedad tica fuera una muy distinta a las del resto de la región. Aunque vivíamos mejor, con más comodidades para el estudio, también trabajábamos con los pobres en asentamientos al sur de San José. Lo que empezó a cambiar fue mi mentalidad: empecé a cuestionarlo todo, a estudiar más y a pensar que aquel estilo de vida no llenaba mis expectativas.
Varios de mis familiares me han preguntado con morbosidad si algún “escándalo sexual” dentro del convento me asustó, o si al enamorarme de alguien me cuestioné lo del celibato y, por lo tanto, decidí dejar el hábito. Para desilusión de ellos, nada de eso sucedió. Tampoco es que Dios me haya retirado “su gracia” o que el Diablo me haya puesto alguna trampa, como algunos piadosos pensarían. Toda la culpa la tiene mi cerebro. Algunas incoherencias en el estilo de vida empezaron a ser evidentes, los estudios teológicos me parecían un retroceso respecto a lo que habíamos aprendido antes, y mis cuestionamientos a estos puntos empezaron a exasperar hasta a los más pacientes de mis compañeros y profesores. La radicalidad de los primeros dos años había cedido a un acomodamiento típico de la Iglesia más conservadora. La teología, en lugar de ser liberadora se convertía en dogmática. De tal forma que aquello que me atrajo en un primer momento había desaparecido.
Como dije antes, una ventaja de los dominicos respecto a otras congregaciones más conservadoras es que no limitan lo que uno puede leer. Mientras que en clase leíamos material muy básico, en la biblioteca yo leía a Hans Küng un teólogo censurado por el Vaticano y luego planteaba las dudas que esa lectura me dejaba, para escándalo de los demás estudiantes. Una religiosa hasta lloró por culpa de mis herejías, y otro compañero me excusó (o acusó) diciendo que yo, simplemente, nunca había tenido experiencia de Dios y, por ello, decía cada tontería. En adición a las clases de filosofía, solo disfrutaba de otra sobre sociología de América Latina, en la cual llegué a demostrar tal entusiasmo que el profesor me preguntó qué hacía allí estudiando teología. El día que terminé los exámenes finales me fui al cine a ver la memorable película Forrest Gump. Para ponerlo en el lenguaje de los creyentes, nunca había escuchado tan claramente la voz de Dios que me decía: “¡Corre Carlos, corre…!” Era diciembre, fin del año, fin de un ciclo. Tiempo para regresar a Guatemala.
Esto no explica cómo pasé de ser un devoto creyente a considerarme un no-teista. La salida de la vida religiosa fue el inicio de ese proceso. Por el momento, los dejo con un pensamiento de Francisco Mora en su interesante libro Neuro-cultura: “Conocer quienes somos, en nuestra más genuina realidad, nos permitirá dar un salto cualitativo, positivo, en nuestra humanidad. Desterrar las sombras de magia y misterio que en el pasado han envuelto el conocimiento de nosotros mismos nos dará luz nueva con la que apreciar el mundo y nuestro papel en él”.[ii]
[i] El libro que me impulsó intelectualmente a tomar la decisión de entrar a la vida religiosa se denomina El Seguimiento de Jesús por José María Castillo.
[ii] Neuro-cultura. Una cultura basada en el cerebro. (2007: 44).
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