Semanas cargadas con pleitos en el Congreso, cárceles dirigidas por los propios reos y conflictividad social que más parece agravarse en lugar de encontrar algún tipo de resolución. El sistema partidario de reciclaje, como siempre, funcionando a las maravillas y asegurándose de la degradación de la política a niveles que ventilar las frustraciones ciudadanas con su clase política se convierte en un auténtico deporte nacional.
También vimos surgir propuestas francamente estúpidas de regular el uso de las redes sociales, siguiendo ese ridículo (y huizachesco) mantra de creer que lo que el país necesita es más leyes, y no más recursos y capacidad para implementar la legislación ya existente. Buenas intenciones que abren la puerta a todo tipo de abusos.
Elecciones de las máximas instancias del sistema judicial que se reducen a un juego de sillitas musicales, pero eso sí, solo pueden jugar los de la foto; los cuates.
Inverosímiles campañas anticipadas, burlando la ley de forma que raya en el cinismo y una maquinaria legal diseñada para que el país nunca avance, bajo la sagrada figura kafkiana del amparo, que es como un loop que inevitablemente revierte todo intento de mejora al statu quo.
Y aun así, teniendo el privilegio de vivir en un país con un Estado funcional, a diario me digo a mi mismo: vaya, yo quisiera vivir en una Guatemala que cuente con un Estado moderno, donde el gobierno pueda cumplir sus funciones de manera rápida y efectiva.
Donde salir a caminar por la calle de noche no sea un deporte extremo, y donde no exista una mafia entera hasta para una tarea tan sencilla como entregar un pasaporte y obtener un documento de identificación. Vamos que serían pequeños pero enormes pasos.
Ante todo esto, es fácil pensar que todo está perdido, y que lo único que queda es esperar hasta tocar fondo (un fondo que curiosamente nunca llega).
Sin embargo, trato de recordar que a veces las redes sociales son un arma de doble filo, y que tienden a volver noticias como estas, en una caja de resonancia, que terminan por magnificarse. Ante esa sobredimensión, la carga se vuelve demasiado pesada, y reduce toda la indignación acumulada a un estado de resignación.
Como Félix Alvarado lo explicó magistralmente, Guatemala lo que tiene es un enorme problema de acción colectiva. Existe mucha voluntad de cambio, pero poca capacidad de coordinación para hacer los cambios efectivos.
Parte de ese fracaso es producto de lo que nosotros los economistas sofisticadamente llamamos “capital social”, que podría traducirse en la cohesión que permite a la gente en una sociedad confiar en los demás.
Lo que realmente me preocupa es llegar a una situación donde cada vez quedemos más pocos, nosotros, los ilusos que sabemos que el único cambio posible es el que viene desde adentro, desde la institucionalidad.
No quiero caer en ese optimismo light coelhesco, que dicta que la actitud positiva es suficiente para mejorarlo todo, pero si hacer ver la necesidad de romper ese círculo vicioso que genera más desencanto y ese desencanto aleja a la gente de involucrarse en la política y generar cambios y deja la puerta abierta a que los mismos de siempre sigan aprovechándose de vivir bajo un sistema político opaco.
Propongo empezar por reconstruir esa inexistente sociedad civil, participando en cosas tan sencillas como la organización de vecinos, cualquier cosa para ir rompiendo la apatía, ver que las cosas pueden cambiarse, que hay otros como nosotros que también buscan mejorar la sociedad en la que vivimos.
Que la indignación no sea un fin en sí mismo, sino un medio que nos impulse a actuar. Que la revolución no sea una de apatía, sino una de participación.
Más de este autor