Mi abuela paterna no estaba ahí. Tiene 89 años. Ya no tiene el cuerpo de antes y no aguanta estar en el mismo lugar por mucho tiempo. Solía ser fuerte, lo suficiente para cargar cajas de arriba abajo, subir cientos de gradas al día y recorrerse la ciudad a pie. También era chistosa, mal hablada y alcahueta. Cocinaba bien, excepto por los panqueques, que eran incomibles. Era fanática del Diario Oficial, Prensa Libre y La Hora. Leía los tres en la primera hora del día. También le gustaban las frases, y las repetía tanto que yo a los seis años ya recitaba: «el que pinta pared y mesa, demuestra su bajeza»; «culo fondeado no tiene dueño»; «el respeto al derecho ajeno es la paz»; y «más vale una amistad perdida que una tripa retorcida». Nunca la vi fumar, ni tomarse un trago, aunque siempre creí que, de haberlo hecho, le habría gustado el whisky acompañado de un buen habano.
Tenía pechos grandes, de esos donde a los niños les gusta recostarse para calmar un berrinche o dormir la siesta. Me gustaba meter la mano dentro de su brassiere, para alcanzar el fajo de billetes que mantenía resguardado junto a un manojo de llaves. Siempre me dejaba sacar un billete de a cinco, suficiente para comprar chicles de chibola, Nucitas y una tira de pan francés recién horneado. Jamás me levantó la voz y mucho menos una mano, a pesar de haber escrito mis primeros versos en la pared de su sala; o por inundar el segundo nivel de su casa después de haber metido a tres pastores alemanes dentro de la tina; o por haber destruido todas sus macetas para hacer pasteles de lodo que después intentaba venderle.
El tiempo pasó y tan sólo queda la sombra de lo que ella un día fue. Sus manos, que antes eran fuertes, ahora sostienen, por un lado, un bastón; por el otro, el brazo de su enfermera. Sus pechos, en los que tantas veces me quede dormida, desaparecieron a consecuencia de una mastectomía; sus ojos, que devoraban las columnas de los periódicos, hoy solo buscan la sección de las esquelas; su amplio apetito, se limita a unos cuantos bocados; su ropa, la que quedaba ajustada al cuerpo, le queda floja; su pelo, que antes era grueso, ahora es ralo y lo puedo peinar con las yemas de mis dedos.
La mitad de ella está ausente, desconoce el día, la hora y el año. Pero nos reconoce a nosotros: sus hijos, sus nietos, la gente que la cuida y sus perros. Le gusta ir al zoológico. Soltó una carcajada cuando miró a los monos despiojando a sus crías y sonrío cuando vio a los pingüinos por primera vez. Duerme con un gorro de colores que cubre su cabeza, dos frazadas y un muñeco de peluche. Su amiga más cercana es Anita, una niña de tres años que vive a unas casas. Hay veces que se levanta a media noche, y pide su almuerzo, o después de una siesta, pide su desayuno. En las noches, me levanto y la reviso, ya no ronca como antes, ya no escucho su respirar cuando duerme. Los papeles se invirtieron y ahora me habla como niña y yo como mujer.
Al final del discurso del matrimonio, el licenciado le pidió a los novios varias cosas: «no buscar chirivisco fuera de casa; mitad gastado, mitad ahorrado; velar y honrar a quienes los han cuidado». Ella no estaba ahí, pero parecían las palabras de mi abuela.
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