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Jóvenes de la Cofradía de San Miguel Arcángel en Santiago Sacatepéquez recorren por las viviendas del pueblo cada 1 de noviembre.

¡B’ojoy Naye’! Una tradición de noviembre que sobrevive

Tipo de Nota: 
Crónica

¡B’ojoy Naye’! Una tradición de noviembre que sobrevive

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Una bomba de pólvora en el cielo indica la ubicación de la Cofradía de San Miguel Arcángel. Las familias de Santiago Sacatepéquez aguardan en sus casas la visita del santo. En la noche del 1 de noviembre, los miembros de la Cofradía recorren las viviendas adornadas con flores de muerto. Los propietarios entregan una olla de barro para ahuyentar a los malos espíritus de las casas. Plaza Pública relata cómo se celebra una de las tradiciones de noviembre, más antigua que los barriletes gigantes.

Es 1 de noviembre y ya son más de las diez de la noche. La avenida que lleva hacia el cementerio en Santiago Sacatepéquez está llena de ventas de comida, licor, ropa y juguetes. La lluvia impidió que los barriletes gigantes volaran ese día pero la fiesta continúa.

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En la avenida no hay silencio, se agrupan conversaciones, carcajadas y como fondo música de cumbia. Hay personas entrando y saliendo del cementerio como si fuera de día.

Orbitando ese mismo espacio va un grupo de seis hombres. Uno lleva una insignia con San Miguel Arcángel de un lado y del otro un Cristo Crucificado. Otro lleva una caja de madera para las ofrendas y alguien más trae un tubo de metal con el que se queman las bombas y otros hacen sonar una campana que tienen en la mano. Todos juntos gritan «¡B’ojoy Naye’!» mientras caminan por Santiago.

Este año, la cofradía de San Miguel Arcángel es dirigida por Juan Carlos Sicajau, él lleva la insignia del Santo. «Esta es una costumbre antiquísima, anterior a la de los barriletes. Anteriormente la cofradía de San Miguel Arcángel y la de las almas del purgatorio recorrían toda la población. Lo hacían en los dos sectores, cantón arriba y cantón abajo; recorriendo todas las calles y avenidas de la población para recoger conservas de elotes y güicoyes. Esto era parte de la ofrenda que se daba en la parroquia y otra parte se entregaba al día siguiente».

Llevan desde las 19:00 horas recorriendo su municipio, planean terminar a la media noche. Sicajau explica que antes las casas que les recibían eran tantas que el trayecto podía terminar hasta la madrugada del día siguiente. «En las casas nos entran, que “quiere un juguito”, “quiere un traguito” y está bien, pero también tenemos que avanzar. Por eso antes terminaban a las 6 de la mañana porque era de casa en casa».

Hay familias que esperan atentas fuera de su casa la visita de la cofradía. Otras saben que las flores de muerto que adornan sus puertas son señal suficiente para que el grupo de hombres se detengan a esperar la ofrenda.

En la actualidad consiste en dar un aporte económico que es destinado a la iglesia de la comunidad, pero anteriormente las familias daban alimentos como: elotes, güisquiles y güicoyes que eran compartidos con la comunidad luego del recorrido.

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Herencia familiar que permanece

Alberta Culajay tiene puesto el tocoyal (cinta enrollada en el cabello) de Santiago, Sacatepéquez. Varias cintas de tela de los colores: fucsia, verde, azul, amarillo y dorado le recogen el pelo en dos trenzas que con ayuda de su tía puso alrededor de su cabeza. Esta noche está utilizando la indumentaria completa de su municipio, es su primer B’ojoy Naye’ siendo parte de la cofradía.

La historia de la familia de Alberta en la cofradía empieza con su abuelo, cuando él falleció el lugar pasó a su esposa Vicenta. La familia está reunida ahora en su casa, pero ella está enferma y en cama. Por eso le llegó la invitación a su nieta para participar, la rechazó varias veces hasta que decidió aceptar para honrar el trabajo de sus abuelos.

«Como me dice mi hijo: “Mamá, es nuestra oportunidad de representar a la abuela”. Entonces yo voy ahorita en representación de mi abuela con tal de que no se termine la costumbre. Lo que ellos nos han traído me lo llevo yo. La herencia no se va a quedar aquí»,  dice con una sonrisa.

Alberta no hace el recorrido, pero está atenta a su paso. Espera atenta la llegada de la cofradía. En la puerta de la casa de su abuela, ella y su familia pusieron pequeños grupos de flores naranjas que parecen pompones. Adentro también hay ramitos de las mismas flores que indican el camino hasta el altar.

Al entrar a la casa hay dos camas al lado izquierdo frente a ellas, hay una puerta que permanece abierta, allí está descansando su abuela. Hay una alabanza cristiana sonando de fondo. Del techo cuelgan guirnaldas de plástico con diseños de papel picado mexicano, en una se puede leer «San Miguel Arcángel».  Al lado de la puerta está el imponente altar familiar.

Justo en el centro hay un crucifijo grande acompañado de varios cuadros con fotografías e ilustraciones de santos y vírgenes. Además de dos imágenes de la Virgen de Guadalupe, más crucifijos y un San Miguel Arcángel. En el altar abundan las flores de muerto, hay un ramo de rosas rojas y una vela blanca que es custodiada por dos copas tongolele llenas de agua. Dos ramas grandes de ciprés enmarcan el altar. En el suelo hay más hojas del mismo árbol que hacen de cama a las velas, floreros de plástico, un incensario de barro y un vaso pequeño que se esconde entre las flores.

Alberta explica la manera en la que se conforma su altar mientras señala cada elemento. «Hay agua bendita, agua simple y nuestro tradicional aguardiente o “guaro”. Según dicen, el 31 de octubre nuestros familiares nos vienen a visitar si nosotros les hemos dado lo que quieren y lo que nos han enseñado. Por eso tenemos nuestro altar».

Pensar en la visita de sus familiares ya fallecidos le provoca una mezcla de sentimientos. Por un lado pensar que le visitarán la llena de alegría, pero recordar su ausencia le hace revivir la tristeza de su muerte.

«Me siento triste y a la vez feliz. Porque ellos ahorita están felices, en un mundo bueno. Nosotros ahora vivimos en un mundo donde les recordamos. Hay momentos donde queremos consejos de ellos, pero como ya no los tenemos y es difícil volver a recordarles»,  dice Alberta mientras se le quiebra la voz al hablar de sus padres que ya fallecieron.

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Sin embargo, dice que se siente contenta estos días en los que puede adornar y recordar a sus familiares con cada una de las tradiciones que ellos mismos le enseñaron. «Les llevamos aguardiente, agua bendita y la comida que a ellos les gusta. Compartimos con ellos aunque ya no estén en vida, pero los vamos a recordar cuando les entregamos flores».

Sobre el B’ojoy Naye’ explica que recuerda una canción que se tocaba antiguamente en el recorrido y esta decía: «Nosotros hemos venido a visitar, nosotros somos hoy y ayer».

Alberta espera que sus hijos continúen con la tradición. «Mi abuelo, que ya tiene 10 años de fallecido, es el que nos enseñó la costumbre del B’ojoy Naye’. Nosotros aún lo llevamos y se lo podemos enseñar a nuestros hijos e hijas igual porque no lo podemos perder. Es una costumbre que hemos heredado. Nuestros hijos van creciendo y les vamos dejando la herencia y no dejamos perder la herencia».

Alberta sigue en una transmisión de Facebook el recorrido del B’ojoy Naye’, cree que aún falta para que lleguen hasta su puerta. Unos minutos después de su última revisión al streaming escucha a lo lejos una campana. «Son ellos, mamá», dice su hija Darling. Ella y su familia caminan hasta la puerta con una olla de barro en la mano.

Del otro lado la cofradía enciende el artefacto de las bombas y anuncia a las casas cercanas que están por llegar. Aunque la puerta ya está abierta la tocan y gritan varias veces «¡B’ojoy Naye’!». Una de sus tías acerca un billete a la cajita de ofrendas. Alberta entrega a Juan Carlos una olla de barro. Él la toma y la lanza hacia arriba mientras gritan de nuevo «¡B’ojoy Naye’!». Estas palabras significan «olla vieja» u «olla anciana»  en kaqchikel.

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Una guía para regresar a su lugar

Juan Carlos explica que anteriormente las ollas de barro las daban las familias que no podían entregar conservas. «Se pedía una olla en representación. Al quebrarlo frente a la casa de la gente se ahuyentaba todo mal espíritu que pudiera haberse quedado durante el 1 y 2 de noviembre».

Sin embargo, cada vez son menos las familias que entregan alguna olla o plato de barro a la cofradía. Por eso esta se anima cada vez que ocurre. Antes de gritar la frase se ponen de acuerdo para que coincida con la caída del objeto. «¡Uno, dos, tres!» «¡B’ojoy Naye’!» dicen emocionados todos.

Una de las casas que mantienen esta tradición intacta es la de Ana Yucuté. Ana vive con su familia integrada por su esposo Leonardo Guarchaj y sus dos hijas Sak Nikté y Alisson. Su esposo es de Nahualá, Sololá; pero comparte con Ana las tradiciones de Santiago. Es importante para ambos enseñarles a sus hijas para que continúen con ellas.

«Nosotros tenemos dos niñas, es nuestra responsabilidad que conozcan esta tradición y que nuestra tradición como santiagueros pueda permanecer por muchos años más», explica Ana.

También comparte que en su casa siempre hay objetos de barro, pero que con el tiempo se fueron terminando las ollas de este material entonces ahora para el 1 de noviembre entrega una escudilla o jarrito. «Siempre tengo cosas de barro, pero ya se nos fue acabando porque eran las ollas viejitas las que había que ir sacando. Tiene que ser algo de barro que siga con la tradición», dice.

Ana explica que quebrar la olla también ayuda a sus ancestros a regresar a su lugar de descanso. «Los espíritus salieron a convivir con la familia. Entonces se asume que deben regresar a su lugar de descanso otra vez. Entonces con la olla a la hora de quebrar, ellos vuelven a su lugar y no quedan deambulando aquí con nosotros», añade.

En una de las paredes de la casa de Ana hay muchas fotografías y reconocimientos colgados. Se pueden ver sus títulos universitarios y el diploma que la reconoce como la Rab’in Ajaw del 2008. A un lado está su altar que tiene muchas fotografías de familiares de ella y de su esposo.

Sobre un petate Ana y su familia pusieron pino y flores de muerto. Arriba, en una mesa están las fotografías, con varias velas que funcionan con baterías. En canastos pequeños se pueden ver varias ofrendas de comida para sus familiares. Del lado izquierdo hay un chuchito envuelto en una hoja de milpa, como es tradición en Santiago. En medio, un pan de muerto y a la derecha un elote con un güisquil. Se puede ver también una copa llena con un líquido ámbar y otra con agua.

«Los espíritus salieron a convivir con la familia. Entonces se asume que deben regresar a su lugar de descanso otra vez. Entonces con la olla a la hora de quebrar, ellos vuelven a su lugar y no quedan deambulando aquí con nosotros», relata.

El altar lo arma junto a su familia y amigos la noche anterior. «La noche del 31 vino mi mamá. Yo siempre invito a mis hermanos para que vengan a cenar aquí y nos preparamos. También invito a algunos amigos que ya saben que ese día hay casa abierta», dice sonriendo.

Ana también recuerda que sus padres no ponían altar, pero realizaban otras tradiciones para la época. «Lo que yo recuerdo de mis papás es la colocación de las flores y el pino a la orilla de las puertas. Eso y la elaboración de las coronas, la llevada de las flores».

Para Ana, otra de las razones que ha afectado al «B’ojoy Naye’» es la radicalidad de las  religiones. «Aquí hay mucha influencia de las religiones entonces hay una situación de cómo recuperar nosotros saberes ancestrales.

Y de cómo ir contra eso porque ahorita, aquí en Santiago Sacatepéquez, hay católicos radicales y evangélicos radicales. Entonces eso también ha limitado un poquito el tema de ir recuperando estos saberes».

Incluso explica que algunas personas ven como brujería la realización de altares. «Lo que hacemos es recordarles y colocarles lo que ellos en algún momento disfrutaron en esta tierra. Un amigo me dijo: “¿Y qué? ¿Vas a hacer tus cosas de brujería” Yo me sorprendí. El hecho que uno prenda una candela o coloque flores a veces ya lo relacionan con brujería y no tanto como la espiritualidad maya. Yo no necesito una catedral o una capilla enorme. Yo puedo concentrarme en el hogar, donde yo sienta esa paz y libertad de hacerlo».

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En la tradición también hay resistencia

Esta vez solo son seis personas las que permanecen en el recorrido. Aunque a veces les acompañan familias en algunas partes del trayecto, el compromiso es solo de los primeros. Juan Carlos cree que también desinterés por parte de las nuevas generaciones.

«Los tiempos van cambiando. La juventud va perdiendo la armonía con la costumbre. Una de las cosas también es el tiempo. Hoy empezó desde las 7:00 p.m. y estamos calculando terminar a la media noche por cuestión de seguridad. Entonces a la juventud ya no le interesa esta parte aunque es muy importante. Aparte de los barriletes esta es una de las costumbres únicas en toda Guatemala porque se realiza en la noche después del 1 de noviembre. Los jóvenes, le han perdido mucho interés a esta tradición que es herencia de nuestros abuelos».

En el caso de Sicajau, fueron sus bisabuelos quienes estaban involucrados en la Cofradía. Sin embargo, ni sus abuelos o padres quisieron asumir un papel en la misma. «Es parte de una de las costumbres que viene de generación en generación. En mi caso, los abuelos de mi papá fueron parte de la Cofradía. Mi abuelo y ellos no aceptaron ninguna responsabilidad hasta la tercera generación, que fue mi caso».

Pero más que una responsabilidad, para Juan Carlos este es un acto de servicio y herencia. «Es importante mantener una de las costumbres antiquísimas de la población. Y que este año tengo bajo mi  responsabilidad la del santo patrono. Entonces son dos responsabilidades muy grandes las que tengo a mi cargo. Pero con la bendición de Dios y la aceptación de la población, continuamos con este servicio.»

A la cofradía aún le queda la mitad del camino por recorrer. Poco a poco se van alejando mientras se escuchan a lo lejos las campanas y el grito que después de tantos años permanece: «¡B’ojoy Naye’!»

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