Escribir sobre estas experiencias supone exponer asuntos personales, pero también parecen existir similitudes y afinidades con las de otras mujeres. Permítanme entonces hacer estas reflexiones en voz alta, algo que he querido (y necesitado) hacer desde hace tiempo, mucho antes del discurso de Emma Watson.
Un día, tendría yo 14 o 15 años, no sé de qué vendría hablando con mi mamá en el carro, cuando me soltó la pregunta: “¿Y usted es feminista?”. Por el gesto y el tono, percibí un poco de alarma y preocupación, a pesar de que ella misma podría ser considerada feminista. Estábamos en los ochenta y, supongo, había una noción de radicalidad sobre el feminismo que pesaba en su pregunta. Recuerdo haberle contestado algo como: “Si se refiere a que las mujeres somos más que los hombres, no. Si se refiere a que las mujeres somos iguales que los hombres, entonces sí”. No dijo nada más. Yo no seguí pensando mucho en el asunto.
Aunque la sociedad guatemalteca ha insistido en que nosotras tenemos un estatus de inferioridad, debilidad y subordinación respecto a los hombres, la relación inmediata con mujeres como mi mamá, abuelas y tías ponían fácilmente en entredicho estas construcciones sociales. Las figuras patriarcales estuvieron presentes, particularmente con un abuelo finquero y conservador, pero contrarrestadas por mi padre que nunca tuvo tapujos para hacer la cama, lavar ropa o preparar la comida, y estimular intelectual y políticamente a su hija. Y si bien estudié en un colegio católico, sólo para mujeres, este tenía el claro propósito de formar a mujeres que cuestionan, que hacen lo correcto, que se comprometen y que están dispuestas a liderar y a asumir responsabilidades en la sociedad. Digamos, entonces, que nunca me creí eso de que las mujeres somos menos que los hombres, pero de ahí a considerarme feminista… todavía hacía falta algo más.
De hecho, todo eso del feminismo y género me repelía un poco, particularmente en la época universitaria. Por supuesto, tenía qué ver con haber conocido a algunas feministas de las duras, a las que consideraba “radicales”, que me hacían sentir un poco incómoda, que cuestionaban mis ideas (mojigatas en aquel entonces), particularmente aquellas sobre la sexualidad y las relaciones de pareja. Para cuando terminé la carrera (con pareja y un hijo) y empecé a trabajar, conocí a otras mujeres mayores que yo, con una fuerza y vitalidad admirables, cuyo feminismo no les impedía disfrutar de la vida familiar, la maternidad y relacionarse bien con sus compañeros. Poco a poco me abrí más al tema, todavía con algún escepticismo, apenada quizás por no tener muchas lecturas encima, sin sentirme identificada con las amigas que citaban a autoras feministas, se dedicaban a estudios de género o que trabajaban en alguna organización de mujeres.
Cuando empecé a estudiar y trabajar en salud pública fue ineludible comprender y utilizar la categoría de análisis género, imprescindible para entender cómo viven, se relacionan, enferman, atienden y mueren los hombres y las mujeres, de manera diferenciada. Pero incluso, trabajando con esta categoría de análisis, no me sentía feminista. Ocurrió sin embargo que, hojeando un folleto de educación popular, me encontré con una ilustración crítica en donde una comadrona con gesto decepcionado le dice a la mamá recién parida “Es una hembrita”; a la par, otra ilustración en donde la comadrona felicita a la mamá “¡Es varón!”. No sé qué tendrían esos dibujitos (tal vez hicieron demasiado evidente que es la sociedad –no Dios ni la naturaleza– la que minusvalora a las mujeres desde su nacimiento), pero fue entonces cuando todo encajó, todo hizo sentido… Me cayó el veinte y no hubo vuelta atrás: me declaré feminista.
Siempre he tenido claridad que, como sociedad, hay que trabajar por una mayor participación política de las mujeres, que tengamos mayor acceso a recursos, bienes y servicios, a que seamos valoradas por igual; esas reivindicaciones públicas nunca las he puesto en duda. Creo, sin embargo, que mis reticencias al feminismo se dieron por lo que este pudiera revelar de mi vida privada. Asumir el feminismo cuesta porque golpea donde más duele, porque desentraña las relaciones de poder y subordinación que hemos construido con otros y otras, porque cuestiona lo personal.
Declararme feminista fue, apenas, el primer paso de un largo recorrido en el que aún estoy. Fue un parteaguas en la vida, un cambio radical en cómo asumir las relaciones y ocupar los espacios, públicos y privados. Tuve que ponerme a leer en serio sobre el asunto, discutir más con otras personas, darme cuenta de la diversidad de feminismos. Perdí algunas cosas, como el sentido del humor con los chistes homofóbicos y machistas, o la paciencia con cierto tipo de gente; gané un montón de conflictos con otros y tuve que aprender a escoger batallas. Me he llenado de contradicciones internas, desde las leves como escuchar a Pitbull y Daddy Yankee mientras corro, hasta las más pesadas como desarraigarme por amor, anteponer las prioridades de otras personas a las mías, o quedarme en otro país sólo por mis hijos. Pero bueno, de eso está hecha la vida de una feminista… como para contarles otros relatos breves en el futuro.
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