Las personas que están junto a mí llevan el mismo ritmo. Una danza en la que vamos todos caminando, cuidando de no toparnos con nadie y atentos al semáforo en cada esquina. Esa parada es mágica porque, por unos pocos segundos, uno puede ver a los ojos a los otros transeúntes. Cada quien va en su mundo, comprando por Amazon, escribiendo mensajes de amor con el novio, comentando el examen del que acaban de salir, contestando un correo electrónico, respondiéndole al jefe, cada quien en su burbuj...
Las personas que están junto a mí llevan el mismo ritmo. Una danza en la que vamos todos caminando, cuidando de no toparnos con nadie y atentos al semáforo en cada esquina. Esa parada es mágica porque, por unos pocos segundos, uno puede ver a los ojos a los otros transeúntes. Cada quien va en su mundo, comprando por Amazon, escribiendo mensajes de amor con el novio, comentando el examen del que acaban de salir, contestando un correo electrónico, respondiéndole al jefe, cada quien en su burbuja, conectados.
Todos estamos conectados en las oficinas, es común ver que quien presenta en una reunión pocas veces tiene el privilegio de tener el 100% de la atención de quienes lo acompañan. Ya no es común que los nietos escuchen al abuelo contar las historias repetidas una y otra vez alrededor de la mesa, ahora los niños tienen video juegos para entretenerse. Cuando nos reunimos con nuestros amigos pasa lo mismo, le estamos mandando fotos al amigo que no está, en lugar de disfrutar la compañía de quienes están ahí físicamente.
Y en nuestro tiempo de soledad, leyendo un libro o haciendo ejercicio, es inevitable el tuit. Ese tuit que nos permite sintetizar nuestras emociones, e inevitablemente compartirlas con el mundo porque se convierte en una necesidad. Pocas veces estamos solos porque en este mundo post moderno la soledad ha perdido valor. Y en tanto la soledad pierde valor también nos es más difícil comunicarnos, ser íntimos.
La privacidad nos permite reflexión, nos ayuda a pensar en nuestros aciertos y en nuestros errores. Nos permite crear nuestra identidad sin necesidad de que todo el mundo nos apruebe. La soledad no nos da un like en Facebook ni una estrellita en Twitter, en cambio nos deja a nosotros ser quienes nos demos esa palmadita en la espalda. Cuando estamos conscientes y seguros de quiénes somos, podemos comunicarnos más allá de sólo conectarnos.
No digo con esto que la tecnología nos aleje, al contrario, nos puede conectar. Pero la comunicación va más allá del conectar, porque conectarse es un medio y comunicarse es un fin. La comunicación requiere, dentro de otras cosas, paciencia y prudencia. Y esas habilidades no se adquieren cuando estamos conectados porque si nos aburrimos solo ya no contestamos en el chat, ¡me quedé sin batería!, ¡se me fue la señal! y ya estuvo.
El reto en el siglo XXI es encontrar el balance. No dudo que la vida para todos será mejor en años venideros porque la tecnología y el internet nos abren puertas de conocimiento infinitas. Pero creo, sin ponerme en una postura anti-tecnología, que es válido repensar cómo nos estamos comunicando y cómo queremos que nuestros hijos se comuniquen.
Más de este autor