Pasaron por el ixil, sonaron en el Ixcán, subieron por la zona qeqchí, danzaron en quiché y cakchiquel, en mam, achí y pocomchí. Retumbaron en canjobal, jakalteco, atiteco, xinca y uspanteco. Le dieron ritmo al garífuna y acompasaron al ladino mestizo consciente de la necesidad de justicia. Ese golpe de madera sobre madera, de la mano de la Presidenta del Tribunal que un 19 de marzo declaró la apertura a juicio por genocidio, retumba en la memoria.
Con el inicio del proceso...
Pasaron por el ixil, sonaron en el Ixcán, subieron por la zona qeqchí, danzaron en quiché y cakchiquel, en mam, achí y pocomchí. Retumbaron en canjobal, jakalteco, atiteco, xinca y uspanteco. Le dieron ritmo al garífuna y acompasaron al ladino mestizo consciente de la necesidad de justicia. Ese golpe de madera sobre madera, de la mano de la Presidenta del Tribunal que un 19 de marzo declaró la apertura a juicio por genocidio, retumba en la memoria.
Con el inicio del proceso oral y público por genocidio contra el pueblo ixil en Guatemala, inició la ruta por la memoria, la verdad y la justicia, de la cual no hay retorno. A lo largo de los más de 50 días que duró el debate por crímenes que escaparon 31 años de la justicia, el Tribunal recibió las pruebas de la acusación. Las primeras, los testimonios de las víctimas de los hechos atroces que fueron cometidos por el Estado de Guatemala contra su propio pueblo.
Hombres y mujeres. Sobre todo, mujeres, con la valentía y el coraje que se alimenta de la razón, alzaron su mano derecha y luego de escuchar en su idioma la indicación de responder con la verdad, juraron contarla toda. Y lo hicieron. Para el Tribunal, para la sociedad y para el mundo, contaron la verdad que la impunidad pretendió acallar. Narraron los horrores de las violaciones de que fueron víctimas las mujeres. La persecución que casi aniquila a su pueblo y que terminó con familias enteras. Contaron los vejámenes que enfrentaron y le dijeron a su verdugo, cara a cara y sin inmutarse, el daño que les había causado. Pero además, al enfrentarle y mirarle a los ojos y contar lo vivido, le dieron una lección imborrable de dignidad.
Un año ha transcurrido desde ese día y muchas cosas han pasado en Guatemala. Desde el intento por anular lo actuado, como si la vergonzante palabra de magistrados venales limpiara la historia de terror, hasta la refundación de la alianza que alimentó la barbarie. Y nada de eso ha logrado borrar lo que ha quedado impreso en la historia y la memoria: que en Guatemala hubo genocidio, que fue perpetrado por agentes del Estado quienes ejecutaron una acción contrainsurgente nacida de las profundas raíces del racismo y la exclusión. Que mientras no se garantice justicia por crímenes de Estado, esta sociedad no podrá encontrar el camino de la paz.
Guatemala tiene una deuda con el pueblo ixil y con los pueblos que conforman la Asociación Justicia y Reconciliación –AJR. A ellas y ellos, a su tenacidad, a su paciente espera por décadas, a su inquebrantable decisión de lucha debemos hoy la ruptura del dique de la impunidad.
No importa cuánto intenten ocultarla o desvanecerla. Allí está, perenne, inamovible. La voluntad de justicia no se agota con la negación. Al contrario, se nutre del cotidiano comprender que las murallas de la injusticia, a pesar de tener cimientos centenarios, pueden ser derribadas con unidad, solidaridad y, sobre todo, con la verdad.
Ésa es nuestra deuda con el pueblo ixil. El legado de la digna perseverancia de la memoria. Por eso, las ondas del sonido seco del golpe de martillo, siguen retumbando en las calles de la ciudad. Siguen marcando el rumbo y el ritmo indetenible de la marcha por la justicia. Y a ese ritmo, palpita todo corazón que se siente ixil.
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