No hay nada que te anticipe la llegada a Tegucigalpa. Simplemente las casas de madera o concreto a ambos lados de la carretera de mala muerte por la que pedaleamos empiezan a condensarse y resulta que ya estamos aquí. Asier tiene razón, este es un emplazamiento raro para una capital. Para entrar y salir hay que sortear cuestas imposibles. Las seis o siete colinas entre las que la ciudad se desparrama me hacen pensar en Roma. Los asentamientos que trepan por esas colinas me hacen pensar en La Paz. Pero Tegucigalpa en verdad no se parece en nada a ninguna de esas dos ciudades.
Si acaso la zona centro del casco viejo de Tegucigalpa tiene un aire a Guatemala. Solo que la catedral es de color crema, y el parque central (Morazán) es pequeño y fresco, y la calle comercial que de él sale es más acogedora que la 6ª avenida y huele a pan. Los hondureños deben ser golosos porque toda la calle está llena de reposterías.
Paseando llegamos al empinado barrio del cerro La Leona. Las calles de piedra discurren entre portones y altísimas tapias. Tras algunos muros hay casonas centenarias y varias alturas de hiedra seca. No puedo evitar pensar en Grandes Esperanzas, en la casa donde los dos protagonistas se conocen de niños. De uno de esos portones sale un enorme todoterreno y se detiene a nuestro lado. Al bajarse el cristal tintado, una mujer elegante nos ofrece llevarnos a donde vayamos. Insiste varias veces, sin llegar a comprender que sí, que realmente somos lo que aparentamos: turistas. La Leona es un barrio destartalado, pero también céntrico y señorial, y ya se adivinan señales de revalorización, “gentrificación”, dicen los entendidos.
Tegucigalpa se disfruta si te olvidas de los prejuicios, aunque confieso que por la noche resulta más difícil. A las seis y poco de la tarde acontece un tácito toque de queda, y solo permanece abierto el Burger King. Caminamos a paso ligero por las calles buscando otra opción y tenemos suerte. Aterrizamos en el Ducan Mayan, una especie de palacete antiguo, reformado a medio camino entre un restaurante elegante y un sitio de fast food, y cenamos hamburguesa y patatas. Nuestra comida elegante del mes.
Dormimos cerca, en un hotel baratísimo a solo una cuadra del Parque Central. Es uno de esos hoteles sospechosamente baratos en los que si dejas un rato la puerta abierta una prostituta mulata y frágil no dudará en asomar su cabeza y sonreír. La habitación está en un tercer piso y cuenta con un amplio balcón. El balcón tiene rejas y vistas a una esquina. A través del enrejado y la maraña de cables, espiamos esta esquina de Tegus. Es evidente que el centro de esta ciudad conoció tiempos mejores. Bueno, quizás no fueron mejores, pero sí eran tiempos en los que en los cines había cines, y no tiendas mexicanas de electrodomésticos y la ropa estadounidense de segunda mano no lo había inundado todo. El modelo de ciudad que se construyó hasta la década de 1960 ha fracasado, desde luego. Agoniza entre los centros comerciales y los edificios de cristal que brotan aquí y allá, y el mar de asentamientos que en Tegus es imposible de obviar incluso estando en el centro. El centro agoniza, es cierto, pero representa el único vestigio visible de un proyecto urbanístico integrador. Los últimos treinta años pasaron como vendaval, fueron tiempos de acumular plata y triturar personas. Personas como las que ahora vemos paradas en esta esquina.
Pienso en Irene. La imagino en esa misma esquina con una cámara en el hombro, hace cuatro años, cuando el toque de queda no era tácito sino expreso, y me acuerdo de que ella no dice Tegucigalpa sino Tegus.
Tegucigalpa me hace pensar en un bazar, en una tienda de anticuario. Esta noche, aferrada a la reja del balcón deseo tener más tiempo, para saber, para sacudirme las partículas de miedo y salir a descubrir algún tesoro.
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