Les dije de entrada, no soy teórico de las políticas públicas. Lo que conozco de ellas es, en buena medida, resultado de haberlas vivido. Nací en un hospital público, mi vacunación fue en un centro de salud, estudié en la Escuela mixta urbana número 85, y en la Universidad de San Carlos; mis padres trabajaron en el Estado y yo estudié y trabajé en el Banco de Guatemala. Mucho de lo que he logrado en mi vida se lo debo al esfuerzo colectivo, quizá no totalmente deliberado, que esta sociedad estuvo dispuesta a hacer por mí.
Discutimos entonces, en aquella charla, el marco legal sobre el que se sustenta el desarrollo social de Guatemala (¡un poco aburrido, pero útil!); la necesidad que tenemos de construir una Administración Pública legítima ante los ciudadanos, con instituciones efectivas; lo necesario que es tener planes de desarrollo con objetivos y metas evaluables en el corto, mediano y largo plazo, que brinden norte a las políticas públicas implementadas; y, finalmente, hablamos sobre la realidad fiscal que nos impone límites en las posibilidades de desarrollo social.
Dialogamos sobre cómo una política fiscal débil en la recaudación será insuficiente para financiar políticas que busquen la universalización de los derechos humanos; una tributación en la que participan menos los que tienen más, reduce los ingresos públicos y ensancha la desconfianza ciudadana; agregamos a la discusión, lo nocivo que puede ser un gasto público mal repartido como resultado del divorcio entre planificación y presupuestación, del acoplamiento a intereses políticos partidistas y de la corrupción.
Sí, finalmente, reconocimos que la realidad actual es todo un desafío para quienes hacen y ponen en práctica políticas públicas para el desarrollo social. Tenemos 1.9 millones de niños y adolescentes fuera de la escuela; 1.2 millones de niños padeciendo desnutrición y un sistema de salud con capacidad de cubrir a la población guatemalteca de 1970. ¡Sí que hay trabajo por hacer! Y todavía toca aprender a desenredar los lazos de la exclusión, la inequidad y el acomodamiento económico.
Después de la charla, me quedé pensando ¿qué tenemos en común Erick Barrondo, Ana Sofía Gómez y yo? No, le suplico que no cierre los ojos y me imagine haciendo marcha, ni mucho menos gimnasia. Tampoco he traído ninguna medalla al país. Lo que tenemos en común es que los tres somos el resultado de esfuerzos públicos, sin los que, seguramente, yo no habría estudiado economía ni ellos hubieran podido convertirse en deportistas de talla mundial.
Las políticas públicas abren oportunidades y deben ayudar a nivelar el camino del bienestar y desarrollo de todos los ciudadanos. Es por eso que al hacer políticas públicas para el desarrollo social, se debe comprender que los bienes públicos que produce el Estado (salud, educación, seguridad, entre otros), no son ni caridad ni el premio de consuelo para quienes no pueden pagarlos en el mercado. Los bienes públicos constituyen el hilo con el que se teje la cohesión social, se asegura el crecimiento económico y se fortalece la democracia de un país.
No me pesa pagar los impuestos, aún cuando deseo más transparencia y efectividad en el gasto público. Aun cuando sé que falta más voluntad política para acabar con los privilegios fiscales y luchar contra la evasión y la elusión. Alguien, tal vez usted, los pagó para que yo fuera a la escuela y tomara un vaso de atol todas las mañanas. Muchas personas que nunca disfrutaron un bien público, probablemente se fajaron para que yo fuera a la universidad y tuviera un salario digno en el banco central.
Usted y yo, de una u otra forma, somos resultado de los bienes públicos. Dejemos de despotricar contra lo público, sumemos los nos-toca, colectivicemos las esperanzas particulares, apropiémonos y responsabilicémonos de lo gubernamental, y podremos construir un país con proyectos de vida plenos, con más medallistas que nos enorgullezcan, con científicos vanguardistas y, ojalá, por qué no, quizá hasta con un premio nobel de economía.
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