En la práctica, la institución armada se ha consolidado como institución y como factor de poder. Podrían argumentarse muchas razones en contra y a favor de esta afirmación, pero como no es el objeto de este trabajo, solamente queremos mencionar dos argumentos.
Uno, la institución armada como institución fue el artífice de la apertura democrática como una estrategia de combate a la insurgencia. La política de tierra arrasada que se aplicó como un preludio a la apertura garantizó la derrota militar de la guerrilla, es debido a ello que desde 1987, cuando se inicia el movimiento en busca de la paz, las iniciativas de diálogo gobierno - guerrilla son bloqueados por los llamados “militares de campo”, aquéllos que eran considerados héroes de guerra dentro de los círculos militares y los sectores sociales proclives a ellos.
Es debido a esta negativa de un sector del Ejército, a sentarse con un enemigo al que consideraban vencido, que las conversaciones directas se retrasan hasta 1991, cuando la presión internacional y de un sector del empresariado nacional[1] se conjugan para crear un clima más favorable a la paz. Sin embargo, durante todo el proceso, la institución armada se asegura la función clave de ser punto “bisagra” del acontecer nacional, el que se reservaba la última palabra y que tenía la función de ser el fiel de la balanza para inclinar las situaciones a uno u otro lado.
Por ejemplo, cuando en 1993 se da el autogolpe de Estado, es la institución armada la que finalmente decide que el experimento[2] ha sido un fracaso y que facilitan las condiciones para el retorno a la “institucionalidad”. Algunos piensan que más allá de ser el “fiel” de la balanza, en este caso hubo incidencia y pugna interna dentro del ejército, ya que un sector era proclive y protagonista del golpe y otro se oponía rotundamente. Este elemento explicaría la posterior facilidad para que los protagonistas de primera línea (el presidente y sus ministros), abandonen el país y su posterior protección de parte del Estado guatemalteco en la “ineficiencia deliberada” en los trámites de extradición. (…)
Dos, el clima de violencia e inseguridad ciudadana ha sido favorable para la misma institución armada, ya que ha generado un clima conservador en la sociedad guatemalteca que está más dispuesta ahora a aceptar la presencia del ejército, siendo en algunos casos su intervención aplaudida por aquéllos que antes les temían.
Desde ese punto de vista, a pesar de que directamente no tiene el poder político, la institución armada ha logrado capitalizar los desaciertos de los políticos, la debilidad de las fuerzas civiles de seguridad y el repunte de la violencia, para aparecer como la única institución gubernamental confiable, los salvadores, los guardianes de la “paz”, el desarrollo y la concordia.
En pocas palabras, se sentaron las bases de una dominación de largo plazo que básicamente se basa en el relativo control de los espacios de participación, lo cual podría explicar también el derrumbe de los actores sociales.
Sin embargo, y aquí viene la paradoja y el peligro latente, las mismas expectativas de la población y el trabajo de las instituciones nacionales e internacionales no gubernamentales, ha abierto espacios de participación que no pueden negarse y que hasta cierto punto tienden a hacer mella en el poder que todavía se reserva la institución armada y a la vieja guardia del el choque entre espacios controlados y espacios ganados genera una tensión constante con el empresariado. (…)
Por ello, la transición democrática en Guatemala básicamente ha sido un pacto de gobernabilidad entre diversas facciones en el poder, pacto que no incluye en su seno al grueso de la población guatemalteca. El mismo proceso de paz no pasó de ser otro aspecto del pacto de gobernabilidad, lo cual explica que la población siga indiferente a los supuestos logros de la paz.
En todo este panorama, el elemento que debería ser en última instancia el elemento central, es el que menos aparece: la participación ciudadana. En la medida en que la participación de la ciudadanía aún es inmadura; en la medida en que los actores colectivos relevantes han entrado en crisis; en la medida en que el poder local se ha ido tendiendo a disociar de lo nacional, en esa medida el proceso de transición sigue siendo una concesión del régimen, una negociación entre los contendientes por el poder o una estrategia de dominación de largo plazo; todo menos un proceso autónomo y un espacio ganado por la llamada “sociedad civil”. Y en ese sentido, la transición sigue siendo tan frágil como la porcelana.
[1]- A pesar de que desde 1982 la guerra dejó de ser un peligro real para la sociedad guatemalteca -especialmente la capitalina y de áreas urbanas-, para el empresario nacional era un elemento de inestabilidad que no permitía un desarrollo adecuado de la actividad empresarial.
[2]- El autogolpe pretendía explorar el campo de un posible retorno al autoritarismo, algo que la coyuntura demostró que no era factible.
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