Pero esto no es genocidio. Al negar que lo que pasó a los pueblos indígenas fuera genocidio, Torres-Rivas se encuentra en la inesperada compañía de Otto Pérez Molina y Antonio Arenales Forno. Aunque la negación del genocidio de Torres-Rivas se basa en la aseveración que las víctimas no fueron masacradas por su etnicidad sino por sus creencias, Pérez Molina y Arenales Forno lo plantean de otra manera.
Arenales Forno trata al asunto con el argumento de que simplemente no hubo una política del Estado de eliminar, total o parcialmente, poblaciones basadas en una pertenencia étnica, nacional, religiosa, o racial. Para Pérez Molina, las víctimas no fueron asesinadas por razón de raza, y en todo caso, dado que la mayoría de los que servían en el ejército eran también indígenas, es imposible llamar a la destrucción de comunidades enteras y sus habitantes genocidio. “¿Cómo es posible,” contempla, “que digan que hubo genocidio cuando combatían ixiles contra Ixiles?”
A pesar de estas y otras voces afirmando el contrario, existe un reconocimiento general de que sí, en Guatemala, hubo genocidio. Esto aún más en el ámbito internacional y puede ser atribuido en mayoría a la conclusión de la Comisión por el Esclarecimiento Histórico, que “agentes del Estado de Guatemala, en el marco de las operaciones contrainsurgentes realizadas en los años 1981 y 1982, ejecutaron actos de genocidio en contra del pueblo maya que residía en las regiones Ixil, Zacualpa, norte de Huehuetenango y Rabinal,” aunque todavía antes, activistas y víctimas habían denunciado lo que pasó, lo que habían experimentado, como genocidio.
Llamar a la violencia genocidio, re-nombrarlo y re-imaginarlo como algo tangible y sancionable por las leyes internacionales, explica lo inexplicable. Ofrece un marco que puede ser usado para entender lo que pasó, un marco que no existía antes. Solo había confusión. Esta confusión se puede ver en los testimonios de los sobrevivientes dentro del informe de la CEH, y también en los del Proyecto Interdiocesano para la Recuperación de la Memoria Histórica de la Iglesia católica. Los sobrevivientes afirmaron una y otra vez que no sabían porque alguien había sido desaparecido o asesinado. No tenía sentido por qué sucedían hechos tan trágicos. Se preguntan qué delito podrían haber cometido sus seres queridos para haber sido asesinados con tanta brutalidad. Les quedan solo preguntas sobre los muertos. ¿Tal vez los ancianos y los niños eran guerrilleros? ¿Qué hacía esa pobrecita niña que fuera tan mal? ¿Qué error hubiera cometido ella? En respuesta, afirman que las víctimas no sabían cómo manejar armas, que la niña no hacía nada mal. Las muertes no tenían sentido.
Plantear las violaciones, la tortura, las desapariciones forzadas, las ejecuciones extrajudiciales y las masacres como parte del contexto del genocidio muestra que estos hechos no fueron incidentes aislados. Sino muestra que lo que tal vez parecían actos de violencia al azar en contra de víctimas que no habían hecho nada, fueron en realidad estrategias militares cuidadosamente planificadas. Demuestra muy claramente que lo que una víctima o una comunidad experimentó fue muy trágicamente no único, que otros innumerables habían sufrido el mismo trauma. Las víctimas y sobrevivientes no estaban solas, ni en su dolor ni en sus memorias ni en su clamor por justicia.
El reconocimiento que sí hubo genocidio en Guatemala justifica los sentimientos de los sobrevivientes que el ejército intentaba acabar con la población indígena, y explica por qué fueron tratados como animales. El genocidio explica por qué acuchillaron los úteros de muchas mujeres y sacaron los fetos. El genocidio explica por qué niños mayores fueron asesinados o esclavizados por familias ladinas. El genocidio explica por qué mujeres fueron tratadas como botín de guerra y sometidas a la esclavitud sexual. El genocidio explica por qué el ejército asesinó sistemáticamente a curas indígenas y destruyó lugares sagrados. El genocidio explica por qué mujeres ixiles empezaron a llevar el traje de las k’iche’ y por qué mucha gente dejó de hablar su propio idioma. El genocidio explica el nombre y la existencia de los Kaibiles. Sin el genocidio, la muerte o la desaparición de más de 200,000 víctimas es un intento insensatamente violento —y violentamente insensato— por el Estado de derrocar a la guerrilla comunista quien, decía, amenazaba la integridad y sobrevivencia de la nación. Doscientos mil es simplemente el precio de restablecer el orden y asegurar la seguridad nacional y la de los ciudadanos.
Esto da por sentado: ¿Cuáles ciudadanos? Y la nación de ¿quién? Aparte de por el turismo y el voto, los pueblos indígenas no han sido incluidos en la visión de Guatemala que abrazan los que tienen el poder. Es esencial entender los primeros años de la década de los 80 en el contexto del genocidio, en el contexto de la política del Estado de masacre y tierra arrasada. Tal entendimiento revela que las poblaciones indígenas que viven en Guatemala nunca fueron tomadas en cuenta en el pasado y que siguen no siendo tomadas en cuenta por el Estado como ciudadanos con derechos garantizados por la Constitución, que merecen protección de amenazas en contra de sus vidas y su sustento. El genocidio es el crimen que el Estado y las Fuerzas Armadas, e individuos de los dos, cometieron durante los ochenta en contra de hombres, mujeres, y niños que son en teoría ciudadanos de Guatemala pero que nunca han sido tratados así. Sino durante la guerra y también hoy, son vistos como un problema que tiene ser abordado. Y como en Totonicapán, la ‘solución’ muchas veces incluye la fuerza militar.
* Rachel Hatcher es una estudiante de doctorado en historia en la Universidad de Saskatchewan en Canadá. Estudia las memorias y como hablan de las guerras recién terminadas en Guatemala y El Salvador en la época posguerra. Ha trabajado como investigadora visitante con el National Security Archive y colaborado con la Guatemala Human Rights Commission/USA.
Más de este autor