Luego de pocos días de finalizada esta conferencia vale la pena destacar algunas implicaciones que nos atañen.
Primero; el contexto global de la Conferencia. Este se caracteriza por una proyección de población que va de 7,000 millones actualmente a 9,000 millones entre 2050 y 2100; actualmente más de 1,000 millones de personas viven en condiciones de pobreza extrema y poco mas de 900 millones de personas están malnutridas; se prevé, entonces, un incremento en la demanda de energía, incrementos en la emisión de gases con efecto invernadero que impactan en el régimen de temperatura planetaria y en el cambio del clima; incremento de la deforestación; mayor pérdida de biodiversidad; incremento generalizado de la presión sobre todos los recursos naturales del planeta.
Segundo; la situación nacional. Creciente trayectoria en eventos de agotamiento, degradación, contaminación ambiental; incremento de vulnerabilidad debida a esta situación ambiental; efecto agravante del cambio climático; ausencia e insuficiencia institucional y en no pocos casos, impulso de incentivos perversos que acentúan las crisis socio-ambientales; baja sensibilidad en esferas económica y social respecto a la crisis ambiental; institucionalidad ambiental con problemas de capacidad, suficiencia financiera, adaptabilidad y autonomía. Este último aspecto en particular, impide, por ejemplo, que el Ministerio de Ambiente ejerza una acción proactiva de contrapeso a las diferentes actuaciones sectoriales que son potencialmente generadoras de impacto ambiental.
Tercero; la Conferencia concluye con una serie de mensajes bienintencionados. Reafirma el valor de una serie de derechos humanos y de acuerdos políticos y compromisos internacionales para garantizarlos. Reconoce que estos no han sido suficientemente efectivos y que tales derechos no alcanzan a todos y por lo tanto recalca la necesidad de avanzar en tales compromisos y plantea algunos mecanismos adicionales igualmente bienintencionados. Yo diría que la declaración de Rio+20 no ofrece ninguna novedad en una dirección que permita revertir o al menos detener un conjunto de fuerzas impulsoras de desbalances ambientales, sociales y económicos. Más bien, las novedades parecen ir, prioritariamente, en la dirección de favorecer un conjunto de mecanismos de mercado que son fuente de nuevos negocios que se ubican por encima de prioridades sustantivas de desarrollo.
Cuarto; las implicaciones para Guatemala. En este caso hay que partir de nuestra condición de país subordinado. De tal modo, solo somos recipiendarios de lo bueno o malo que decidan los países hegemónicos. Desde una óptica optimista, cuáles elementos podrían ser buenos. El primero y que no surge ahora sino hace mas de 20 años, se refiere al aporte conceptual acerca del desarrollo sostenible y que, en términos prácticos, plantea que el desarrollo es el resultado de una gestión balanceada de los ámbitos natural, social, económico e institucional. De hecho, la problematización que da vida a la Conferencia gira en torno a los desbalances globales y locales respecto a estos ámbitos y que, entre otros, explican los graves niveles de degradación ambiental y marginalidad social vigentes. La Conferencia, según mi criterio, ha pretendido relanzar parcialmente este concepto apuntalado por lo que se ha denominado economía verde. Es, ante todo, una aceptación implícita de que la economía –con sus particulares modos y alianzas políticas dentro y entre países– ha fallado en la provisión generalizada de bienestar. Ahora, según plantea la Conferencia en su declaración final, es deseable que la economía sea más moderada en el uso del carbón, más distributiva y menos extractiva. El segundo, se refiere a posibilidades de acceder a recursos financieros en la forma de proyectos
Quinto, la utilidad de estos dos elementos –conceptos y recursos financieros. El primero no se consume en nuestro país y la evidencia más certera está, prácticamente, hacia donde dirijamos la mirada: deterioro ambiental creciente, pobreza generalizada, instituciones en bancarrota. Y la economía, sedienta de más y más, bajo la lógica de crecer, contaminar y limpiar algún día. Gobierno y empresas, ambos, cerrados a la idea de nuevas formas de producir. En el segundo caso, acceder a recursos financieros depende de capacidades, tanto a nivel de una política exterior frente al financiamiento ambiental, como a nivel de las instancias sectoriales donde se requieren capacidades técnicas para proponer, negociar, ejecutar. En ambos casos somos tremendamente chambones. Como muestra, analicemos cual ha sido el impacto del lanzamiento mundial –hace ya varios años- de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. A tres años del plazo fijado para su cumplimento, prácticamente el 85% de las metas del objetivo ambiental para Guatemala, no serán cumplidas.
En síntesis, necesitamos nuestra propia Conferencia. Un acuerdo nacional que aprecie el valor del ambiente natural en sí mismo y en su condición de soporte para el desarrollo limpio y sostenible. En caso contrario, seguro nos lleva el río, con todo y la lista de cosas que se revisaron en Rio+20.
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