No se trata, por supuesto, de banalizar las prácticas racistas bajo el argumento de que «así somos los guatemaltecos porque así nos educaron». Por el contrario, asumir el compromiso epistemológico de abordar la dimensión estructural y estructurante del estudio del racismo permite comprender por qué este se manifiesta donde, como y cuando lo hace.
No es entonces un espacio de investigación que se limite únicamente a indagar cuántas veces se usa como insulto la palabra indio, por ejemplo. Tampoco a cómo se articulan los estereotipos más ordinarios: los indios son necios, sucios, malolientes, brutos, indolentes, etcétera. En todo caso, si se estudian esas manifestaciones de racismo, habría que entenderlas como regímenes discursivos que al mismo tiempo operan como regímenes normativos y, en consecuencia, como regímenes performativos.
Me explico: estas manifestaciones del racismo nunca vienen solas, sino que se estructuran como una serie de binarismos contrapuestos. De ahí que las imágenes enfocadas por el lente racista opongan nodos de intensificación fundamentales. No es raro entonces que el imaginario sobre la degeneración e inferioridad del indio vernáculo venga acompañado del imaginario de la vitalidad y superioridad blanca europea. Infinitas imágenes afectan al sujeto configurando una suerte de collage tensionado por fuerzas sociales altamente esencializadas, gravitando, por ejemplo, entre la idea repulsiva del indio-degenerante y la idea atractiva del blanco-vitalizante.
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No está de más aclarar que estas imágenes existen única y exclusivamente en el imaginario social colonizado. En otras palabras, en el mundo empírico y material, el indio, el mestizo, el blanco o el negro jamás existen por sí solos como algo estable. El único lugar donde estas categorías pueden tener una existencia estable es el universo binario que organiza la máquina imaginaria. Los individuos de carne y hueso son tensionados entre la disciplina y el deseo en función de la relación imaginaria establecida entre degeneración y vitalidad.
Insisto: el que por sí solos no tengan existencia en el mundo empírico no implica que no tengan existencia de ningún tipo. Como decía al inicio, esas categorías pueden ser estables únicamente en la medida en que se opongan mutuamente y se manifiesten empíricamente en la construcción del sujeto y de la subjetividad. La máquina imaginaria racista, pues, no solamente normaliza las ideas de inferioridad/degeneración o superioridad/vitalización, sino que diagrama el mapa de poder en el cual serán ubicados los sujetos de carne y hueso.
Muchos de los procesos de subjetivación que atraviesan la vida cotidiana, la familia, el mercado, las instituciones y el Estado se ven fuertemente afectados por estas tensiones. Es decir, el rango de libertad de los individuos es el rango de las tensiones raciales que determina su voluntad (entre otros). Ejemplos de esto hay miles, especialmente en una sociedad como la guatemalteca, que se caracteriza por la resistencia de sus sujetos a problematizar la colonialidad de su ser en el mundo y que define muchos de los patrones de mejoramiento a partir precisamente de esas tensiones.
De ahí que los sujetos queden, como diría Butler, sujetados a una matriz normativa de poder. De ahí también que no resulte tan fácil decir que con la adopción de una política liberal multi- o intercultural se logrará que Guatemala sea una sociedad posracista (de por sí, eso es imposible de imaginar para cualquier sociedad del mundo contemporáneo). La pregunta es qué hacer entonces.
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