Quiero hacer una reflexión contrastando dos elementos puntuales. Primero: Juan Luis Font nos ha sorprendido en sus columnas del viernes 27 y el lunes 30 de enero publicadas en elPeriódico, al proponer una hipótesis de análisis que sugiere que el general Ríos Montt actuó ante las políticas genocidas de la misma forma que el resto de la clase media ladina urbana, que no se sentía directamente afectada por la guerra, posiblemente porque “carecía de valor y de convicción suficientes para adversar[las] de manera abierta”.
Me pregunto, ¿qué es lo que se pretende al difundir mediáticamente una hipótesis de esa naturaleza? ¿Cómo es posible suponer algo así, si nos recordamos que el “general” públicamente decía que él tenía el control del ejército durante esos años, declaraba ante los medios que no eran indios los que se mataba sino comunistas e incluso los funcionarios de su gobierno justificaban las matanzas bajo el nocivo fundamentalismo cristiano que dice que no hay problema en matar a hombres y mujeres sin Dios (haciendo referencia al supuesto ateísmo de los comunistas)? Uno podría suponer que la intención de esa oscura hipótesis consiste en ya sea: a) obligar al “general” a que diga quiénes eran los que realmente mandaban, o b) corresponsabilizar a las capas medias ladinas de lo sucedido.
Aunque cualquiera de ambas intenciones pueda ser plausible, resultaría más inquietante que la estrategia discursiva de Font apuntara únicamente a la corresponsabilización de esas clases medias ladinas. Es decir, podemos estar parcialmente de acuerdo en esto (la mayoría no dijo ni hizo nada al respecto). Sin embargo, ¿no se está con este planteo, además de restándole importancia a la responsabilidad directa de Ríos Montt, también ocultando el papel de otros actores (por ejemplo, el de algunos criollos y miembros de la clase alta) que sacaron increíbles beneficios durante el despliegue de las políticas genocidas?
Para llegar al segundo elemento es que planteo esta última pregunta, especialmente por la notoriedad de otra columna de opinión publicada el martes 31 de enero de este año en Prensa Libre, escrita por Alfred Kaltschmitt cuando afirma que: “los que participamos en ONG durante el período de Ríos Montt podemos declarar enfática y rotundamente que SU política fue amnistía, asistencia y reubicación”. La columna hace pensar que encontraremos otra de esas tradicionales defensas de oficio que, por lo menos hasta antes del gobierno de Portillo, eran muy comunes en la prensa escrita nacional. Lo que descubrimos, sin embargo, es un makeover de la participación y aprovechamiento de civiles, como él, en las estrategias de exterminio, reubicación y control poblacional mediante la implementación de los polos de desarrollo y, especialmente, las aldeas modelo.
Como establecen varias decenas de trabajos de académicos nacionales e internacionales (esto no lo dice únicamente el REMHI y la CEH), los polos de desarrollo fueron implementados como una vía para “darle una cara más humana al ejército” después de la “tierra arrasada” ejecutada durante el gobierno del general Ríos Montt. Pero más allá de los polos de desarrollo, la importancia de las aldeas modelo fue definitiva para terminar el círculo de las políticas genocidas. Según el informe de la CEH, estas aldeas “eran comunidades construidas o reconstruidas con el propósito específico de controlar a la población (…) después de haber sido pacificadas mediante las operaciones de tierra arrasada (…). A cambio de recibir comida los desplazados retornados tenían que trabajar a la fuerza en la construcción de las aldeas modelo y carreteras que facilitaban el acceso militar a los puntos estratégicos existentes dentro de las áreas en conflicto, entre otras ocupaciones” (la cursiva es del original).
Ha sido documentado en varios informes académicos (uno muy reciente se llama Memorias rebeldes contra el olvido) que en ese marco, para implementar el llamado Plan Nacional de Seguridad y Desarrollo (de donde se derivan los polos de desarrollo y las aldeas modelo), fueron canalizados millones de dólares provenientes de gobiernos afines a la dictadura e iglesias fundamentalistas de extrema derecha. Según algunos informes de investigación, en el caso del área ixil, este plan fue puesto en marcha por Harris Whitbeck y Alfred Kaltschmitt, actores civiles que cumplieron con una “importante” tarea en la administración de esos fondos millonarios. Antes de continuar pregunto: ¿eran las aldeas modelo una suerte de campo de concentración?
Podemos considerar que estas aldeas modelo son una especie de “aberración” si las comparamos con los modelos originales del campo de concentración nazi. El campo original tenía funciones específicas tanto económica como militarmente. El destino invariable de la población concentrada, sin embargo, era el exterminio masivo. En el caso guatemalteco lo que vemos es una inversión del procedimiento: primero se produce el exterminio (con la “tierra arrasada”) y luego se crea el campo con fines militares y económicos.
Pareciera ser entonces que uno de los factores comunes a ambos campos es que van a existir civiles que aprovechan la situación para crear un beneficio económico propio, en cada caso de forma diferenciada. La hipótesis que propongo se basa entonces en la delimitación de esas diferencias, ya que en el caso de los campos alemanes, el aprovechamiento privado es de la fuerza de trabajo no asalariada de la población concentrada para la industria (no solo de guerra), mientras que en las aldeas modelo el beneficio económico se deriva de la administración de los millonarios fondos canalizados para ese fin y/o el encauce de población trabajadora a las fincas de la costa sur. Entonces, las preguntas que no dejan de picotearme el cerebro son: ¿acaso la presencia de personas como el señor Kaltschmitt en el área ixil se basó en puro altruismo o más bien en puro interés oportunista? ¿Son estos casos manifestaciones descaradas y terribles de lucro con la muerte?
Creo entonces, que la idea de Font de dirimir responsabilidades históricas debería poner también la lupa sobre este tipo de formas de aprovechamiento de la necropolítica de los años ochenta. Eso en todo caso nos permitiría pensar que su discurso no está siendo cómodamente ambiguo al pretender quedar bien con todo el mundo. Porque de lo contrario, como diría Hannah Arendt, encontraremos otra forma más de banalizar el mal.
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