Sí, se presentó borracho y votó borracho, y ese vergonzoso hecho me provocó tres reflexiones que comparto a continuación.
1. Cuando asumí mi primer cargo profesional, ya graduado como médico, uno de mis profesores nos advirtió a quienes asumíamos responsabilidades laborales por primera vez: «Dos condiciones los puede colocar en situación de despido inmediato. Una corresponde a un estado de ebriedad en el trabajo. La otra, agresión física adentro de los edificios de la institución».
2. Con el paso de los años pude constatar que así se procedía laboralmente. Fueron pocos los casos que vi, pero sucedieron, y el despido llegó de inmediato para los infortunados protagonistas. La situación del diputado Hernández está siendo muy diferente porque, contrito él, pidió perdón a quienes creyó conveniente hacerlo (su familia y sus electores entre otros) y se puso a disposición de la Junta Directiva del Congreso.
3. Al leer la noticia de su mea culpa (que muy difícilmente engañaría a La Caperucita Roja), pensé: «¡Carajo!, ¿acaso no podía renunciar por dignidad?»
Consideré entonces que argumentar más a ese respecto sería baladí. Preferí sacar agua de las piedras agostadas (como lo son muchos diputados, piedras agostadas) para alertar a las nuevas generaciones de políticos acerca de qué cuidarse cuando se está investido como funcionario de Estado. Porque hemos visto todo tipo de execraciones en el Congreso: diputados orinando en las calles, otros inmersos en terribles escándalos donde ha habido pérdida de vidas humanas (muertes que nunca se esclarecieron), algunos insultando a funcionarios de menor rango y a no pocos agrediéndose entre ellos (hasta donde se los permite su cobardía o su vulgaridad).
Entonces, ¿qué deben tener en cuenta los nóveles políticos en su inicial derrotero? Veamos cuatro tablados.
Primero: El alcohol es traicionero. Además, puede ser utilizado por un enemigo político para colocar a su oponente en una condición calamitosa. Un trago invita a otro, y este al tercero y al cuarto. Más allá sobreviene una niebla mental peor que la provocada por el COVID-19 cuando ha alcanzado el cerebro, y, cuando el borracho recupera la conciencia, lo irreparable ya se produjo.
Segundo: El poder político es efímero. Si no se está preparado para asumir un cargo de mucha responsabilidad puede subirse a la cabeza una sensación de falsa omnipotencia y hacer creer al empoderado que es superior a la ley. Las consecuencias devienen por sí solas.
Tercero: La familia se respeta. La familia es la base de la sociedad. Un funcionario público debe respetarse a sí mismo y a su familia. Con ello basta y sobra para dignificar su trabajo y dar su lugar a quienes le rodean más allá de su familia. NUNCA, así como se lee, NUNCA deberá poner en escarnio a quienes con alegría, fe y esperanza (puesta en su persona) le ayudaron a lograr la posición social y laboral que ostenta.
Cuarto: Si su cargo fue logrado por elección popular el funcionario deberá responder dignamente a su electorado. Transferir a segundos y terceros aquellas decisiones que debe tomar por las malas acciones que haya cometido dice mucho de su catadura. Un funcionario público tiene que tener muy claro que una es la categoría legal (en la cual puede salir bien librado porque «hecha la ley, hecha la trampa» reza un refrán popular); otra la categoría de la justicia (que ya sabemos por dónde derrapa en Guatemala) y otra la categoría moral que alcanza a la decencia y el decoro.
Conste, errores todos los tenemos, todos los podemos tener. Asumir o no las consecuencias es la acción que hace la diferencia entre una persona de bien y otra de facha mediocre.
Así las cosas, así los hechos, por favor jóvenes (políticos o no), agenden entre sus quehaceres recuperar esa ética que hoy por hoy, cuando menos en el Congreso de la República, se fue a la punta del garete.
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