Es decir, no hay una Guatemala, sino muchas, con diferentes formas de pensar, sentir y actuar. Y quizá sea la hiperconectividad uno de los lazos que mejor nos unen. También, para nuestro infortunio, en el inicio de esta tercera década del siglo XXI tenemos otra atadura en común: el sufrimiento que nos está provocando la pandemia de covid-19, que ha cobrado la vida de 9,400 hermanos nuestros.
Y la manera de afrontar estas desgracias es muy diferente en los caseríos y las aldeas que en las áreas urbanas.
De 1980 para acá, a las diversas cohortes demográficas les ha tocado sufrir dudas, miedos, embates y catástrofes propias y ajenas. Pero el embate del SARS-CoV-2 está superando con creces a las anteriores y está generando algunos escenarios que impelen a las personas a dejarse morir por falta de una gestión gubernamental acertada, que proteja la vida de la población, como lo exige la Constitución Política de la República de Guatemala.
El primer escenario es la incertidumbre que pivota sobre la falta de vacunas, de medicamentos, de adecuado equipamiento hospitalario, y las mutaciones del virus, que cada día se torna más agresivo con relación a su velocidad de contagio.
El segundo es vislumbrar el fracaso de los diferentes sistemas políticos que tenemos a nivel mundial. Unos y otros parecieran tener como propósito destruir nuestros entornos naturales en beneficio de modelos económicos que hacen a unos pocos más ricos y al resto de la humanidad pobrísima a más no poder. Este fracaso se ejemplifica en Guatemala con el desamparo en que se encuentra la población. Los hospitales públicos están colapsados por los casos de covid-19, hay una absoluta imposibilidad de obtener un pasaporte de manera inmediata (para vacunarse fuera del país), no contamos con un millón de quetzales, mínimo, para ser tratados en hospitales privados y como respuesta gubernamental solo tenemos peroratas al mejor estilo del affaire de la vacuna rusa.
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El tercero concierne a la pérdida que estamos teniendo de la unidad como pueblo. Durante años hemos escuchado arengas, discursos, alegatos, etcétera, en los cuales se dice que un pueblo unido no puede ser vencido. Mas esa cacaraqueada unidad la estamos perdiendo en aras de intereses espurios. Cada quién jala para su molino, y así es imposible lograr, a corto plazo, un cambio de paradigma.
El cuarto se trata de la evolución del negacionismo. De asegurar que no existía el SARS-CoV-2 y negar la efectividad de la inmunización, ahora se está transfiriendo a las vacunas el creciente número de muertes. Me pregunto: ¿a quién puede beneficiar una noticia falsa cuyo propósito es arrinconar a la población en el oscuro callejón del pesimismo?
De tal manera, la incertidumbre, el fracaso de los sistemas políticos, la pérdida de la unidad como población y la evolución del negacionismo se han convertido en una pócima mortal a la cual tenemos que hacerle frente porque pareciera que nos estamos dejando morir como si no hubiese soluciones.
¿Qué hacer entonces? Cuando un paciente le explica a un médico sus dolencias, este debe hacer un diagnóstico preciso para poder curar al enfermo. En nuestro caso, como sociedad, tenemos que despertar a la dura realidad que nos acomete. Ese es el diagnóstico correcto: saber dónde y sobre qué estamos parados. Porque seguir cerrando los ojos ante los desatinos de nuestros gobernantes y los vanos ofrecimientos de los pseudolíderes políticos que ya comienzan a hacer campaña implica dejarse morir. Recordemos que ellos solo son marionetas manejadas por perversos titiriteros.
Abrir los ojos desde los caseríos, las microrregiones, las aldeas, los municipios y las ciudades más grandes nos permitirá repensarnos como sociedad y como Estado para construir modelos de desarrollo más igualitarios. Solo así podremos transformar nuestra desolación en esperanza.
Recordemos el viejo dicho: «No hay mal que dure cien años ni enfermo que los aguante».
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