Son estos países los que han puesto sus saberes al servicio de la humanidad durante las pandemias. Así lo demuestra la historia en los últimos 200 años. Y en la actual coyuntura mundial tenemos ya ejemplos de ello: Reino Unido, Israel y Estados Unidos de América, entre otros.
La particularidad principal de estos pueblos antes, en medio y después de un desastre es la debida protección de sus científicos. La ejercen de manera constante aun en crisis extremas, como las que vivió Inglaterra durante la Segunda Guerra Mundial. De esa peculiaridad se suceden otras como el diálogo constante entre los científicos y los políticos que estén ejerciendo cargos gubernamentales en ese momento. Y, si bien puede haber diferencias (de hecho las ha habido, y muy conocidas), prevalece la razón en la toma de decisiones.
Muy diferente es en los países del tercer mundo, donde los políticos incluso ignoran a quienes deberían ser considerados como científicos por la sociedad. Y es poco menos que imposible hacerles entender que tan científicas son las personas que generan el conocimiento como aquellas que lo aplican.
Las diferencias son muy notorias entre un país de primer mundo y otro de tercer mundo y demasiado cargantes para los científicos de los países pobres. Porque, mientras en los primeros los científicos son respetados, protegidos y proveídos de cuanto necesiten para realizar su labor, en los de tercer mundo los políticos constituidos en gobernantes se aprovechan de las situaciones de crisis para medrar, se arrogan éxitos que no les corresponden y cargan a sus científicos (personal de salud, por ejemplo) con la responsabilidad de aquello que no sale bien aun a sabiendas de que, cuando algo no marcha adecuadamente, es por falta de insumos, material y equipo para trabajar.
Los políticos del primer mundo asumen sus responsabilidades y las consecuencias de sus actos. En los países de tercer mundo mienten, mienten y mienten a más no poder. Esta condición, la de la mentira patológica, lleva a las poblaciones a un terrible estado de incertidumbre y de irritabilidad. Bien podría decirse entonces que en el primer mundo los científicos y los políticos trabajan juntos, mientras que en el tercer mundo quienes aplican el conocimiento durante una catástrofe trabajan en ese horrendo estado de científicos versus políticos.
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América Latina no merece semejante situación. Para remontarla es indispensable que la sociedad salga al rescate de su comunidad científica, pues saber administrar una inyección, aplicar una vacuna y tener el equipo necesario para hacerlo pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte. Con creces nos lo ha confirmado esta pandemia de covid-19. Y tan científico es quien descubre un medicamento como aquel que aprende a dosificar y tiene los criterios para saber cuándo, dónde y cómo aplicarlo. Y también cuándo contraindicarlo.
El 18 de abril, Israel retiró la obligatoriedad del uso de la mascarilla en lugares abiertos. El domingo 9 de mayo, Inglaterra tuvo cero muertes por covid-19 desde que empezó la pandemia. Y el 10 de mayo, la Administración de Medicamentos y Alimentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) autorizó el uso de emergencia de la vacuna de Pfizer para menores de entre 12 y 15 años. Tres sucesos de feliz impacto para la humanidad en este año 2021. Cabe preguntarnos: ¿cómo estamos nosotros en Guatemala? Pues yo leí en un rotativo (la semana pasada) que una gran cantidad de vacunas se nos vencen dentro de pocas semanas, pero un grupo de diputados está proponiendo la creación de una secretaría de asuntos espaciales (¿síndrome del avestruz?).
A pesar de semejantes disparates, no perdamos la esperanza. Cuidemos, sí, de hacer valer nuestros derechos. Entre estos, el derecho a contar con las dosis necesarias de vacunas y con las personas entrenadas para que nos las apliquen en el tiempo debido. Para nosotros, ir al espacio sideral puede esperar. De algo tenemos que reírnos y se les agradece a esos diputados esa idea digna de un premio al absurdo.
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