¿Por dónde empezar y cómo acabar cuando la espiral de acontecimientos se manifiesta cual fuerza centrífuga, con limitada posibilidad de delinear con certeza los próximos escenarios de nuestra convivencia y sobrevivencia? Cuando lleguemos al otro lado del río —si llegamos—, ¿qué nuevo tipo de sociedad nos espera?, ¿qué referentes permanecerán?, ¿cuáles habrá que reconstruir y cuáles habrá que reinventar? Todo y nada parecieran estar sobre la mesa.
Este año y la década que terminan han evidenciado nuevamente las fragilidades que subyacen y se acumulan a pesar de las alarmas que han venido sonando: la fragilidad de las instituciones democráticas, la fragilidad de las relaciones interraciales y la fragilidad del medio ambiente.
Si la pandemia fue el «hecho social total» para tratar de entender el cambio tectónico que nos deja el 2020, ¿cómo no registrar los asesinatos extrajudiciales de Ahmaud Arbery y de Breonna Taylor cuando el asesinato de George Floyd ha sido el detonante de una concientización mundial que ha servido para seguir replanteando los modelos de autoridad de un Estado y de una fuerza policial que castigan y matan desproporcionalmente a ciudadanos negros y de color? Estos horrendos asesinatos nos recordaron que la banalidad del mal, esa incapacidad de pensar críticamente que deshumaniza al otro, no está completamente desenraizada de las estructuras de poder.
Como vimos en Estados Unidos y en Guatemala, los fundamentos mínimos de la democracia parecen esfumarse cuando la mediocridad aliada con sectores corruptos y poderes paralelos (sean estos corporativos o llanamente criminales) secuestran el Estado. La constante amenaza de fraude del actual presidente estadounidense, derrotado en las pasadas elecciones, sigue poniendo en jaque la legitimidad y la pacífica transición entre su caótica administración y la del gobernante entrante al mismo tiempo que la pandemia ha cobrado más de un cuarto de millón de muertos. Por fortuna, los escenarios de violencia que muchos especulaban no ocurrieron, pero el golpe institucional está dado.
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En Guatemala, los ciudadanos han salido de nuevo a las calles, exasperados por una clase político-empresarial corrupta enquistada en las instituciones y que sigue desatendiendo a las poblaciones más vulnerables en medio de la pandemia y de la situación de calamidad y muerte luego del devastador paso de las tormentas Eta y Iota. A diferencia de las jornadas cívicas del 2015, las protestas de noviembre podrían estar planteando una refundación más radical del Estado como una alternativa para salir de las recurrentes crisis institucionales y de gobernabilidad del país.
Estos y otros acontecimientos dibujan, pues, una década que dificulta sobreponerse y reconstruir, de modo que fuerzan en la agenda algunos temas clave como reimaginar las instituciones democráticas desde una nueva organización ciudadana, con un lente de justicia y de equidad étnico-racial como eje transversal de las políticas públicas, y reposicionar el tema ambiental.
Las fragilidades políticas y socioeconómicas en la base de las crisis llaman a rescatar la confianza en las instituciones públicas y en la ciencia, a reevaluar la inversión pública en programas sociales que saquen a millones de la pobreza y palien las desigualdades y a insistir en la gestión adecuada de los recursos naturales para mitigar el cambio climático. Lo anterior ayudaría a incidir en la cohesión social, así como a evitar las migraciones masivas con sus consabidas crisis humanitarias en puertos y fronteras.
Ahora bien, si algo positivo nos dejó este desventurado año es el afianzamiento de nuevos actores en el tablero político. Estos van a jugar un papel importante en visualizar nuevos modelos de convivencia cívico-política: las juventudes, los pueblos indígenas, las mujeres y, en el caso de Estados Unidos, las llamadas minorías étnicas, que cada vez obtienen mayor representación política y en tres décadas pasarán a ser mayorías.
A este año le resta un mes. No sabemos si cerrará silencioso o si vendrá con más agitaciones como preludio de la segunda década de este milenio. Mientras tanto, nos vemos el año entrante. Esperemos que sea en una nueva ribera, desde donde seguiré jalando mi banquito virtual en las plazas para seguir nutriéndome de estos y otros espacios de diálogo tan vitales que nos acercan y aportando a ellos.
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