El campo de las drogas es un complejo entrecruzamiento de aspectos variados que admite diversos abordajes. Todos coincidimos en que constituye una herida abierta. La cuestión es cómo y por dónde actuar: ¿prevención o represión?, ¿ponemos el acento en la oferta o en la demanda?
La narcoactividad mueve unos 500,000 millones de dólares anuales: uno de los negocios más redituables. Es más que un problema sanitario. Esa monumental cifra de dinero se traduce en poder, influencia política, corrupción y, lamentablemente, también muerte. Las secuelas físicas y psicológicas del consumo de drogas empalidecen ante las consecuencias de esta faceta mercantil del fenómeno.
¿Qué pasaría si se despenalizara su consumo? Alcohol y tabaco, negocios que, aunque grandes, están lejos de alcanzar el volumen de los tóxicos prohibidos, provocan más daños en términos globales. Vetar el acceso a sustancias psicoactivas en vez de promover su rechazo lo alienta (lo prohibido atrae).
Hoy se combate el consumo de drogas ilícitas, pero, curiosamente, el consumo no baja. ¿No hay algo raro en todo esto? ¿Les interesa a los grandes factores de poder la desaparición de este flagelo? ¿Por qué no se despenaliza entonces el consumo? Esto traería aparejado el fin de innumerables penurias: bajarían la criminalidad y la violencia que acompañan a cualquier actividad prohibida. Incluso, podría bajar el volumen de consumo al dejar de presentar el atractivo de lo vedado. Pero estamos lejos de ver una despenalización. Contrariamente, crece el perfil de lo punitivo: el combate militar del narcotráfico pasó a ser prioridad de las agendas políticas de los Estados.
Ese es hoy uno de los grandes problemas de la humanidad y ahí están ejércitos completos para intervenir: ejércitos armados hasta los dientes en vez de ejércitos sanitarios, de psicólogos, de médicos y de trabajadores sociales con carácter preventivo.
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Quedan dudas: ¿será que la anterior Guerra Fría se trocó ahora en persecución de estos nuevos demonios? El interés de los poderes hegemónicos, liderados por Washington, encuentra en este nuevo campo de batalla un terreno fértil para prolongar o readecuar su geoestrategia.
El mundo de las drogas tiene una lógica propia: se mantiene y autoperpetúa como negocio y se sostiene de fabulosas fuerzas políticas que no pueden ni quieren prescindir de él en tanto coartada y ámbito que facilita el ejercicio del poder. Al mismo tiempo, existen dinámicas psicosociales (consumismo, modas, angustia individual de cada sujeto) que llevan a grandes cantidades de personas, jóvenes en especial, a la búsqueda de identidades y reafirmaciones personales a través del acceso a drogas prohibidas, lo cual se enlaza con los factores anteriores. Es, en otros términos, síntoma de los tiempos: el modelo hiperconsumista, que va dejando de lado lo humano, no puede dar otro resultado que un negocio sucio pero tolerado —¿alentado?— que, bajo cierto control, sigue haciendo mover el aparato de la sociedad. El costo: algunos sujetos quedan en el camino y se hacen dependientes de por vida, pero eso no desestabiliza tanto el orden instituido. Y ahí están las comunidades de rehabilitación para dar algunas respuestas.
Ante esta perspectiva, las posibilidades reales de cambiar la situación no se ven fáciles: como sociedad —que padece todo esto y, al mismo tiempo, por su existencial angustia, consume drogas— no podemos plantearnos el objetivo de eliminar estas sustancias, sino el de luchar por su despenalización. A muchos se les terminará el negocio (no solo a las bandas de narcotraficantes, por cierto —bancos lavadores, fabricantes de armas, partidos políticos que reciben recursos de dudosa procedencia, incluso honestos civiles que son empleados legales de toda esta economía—), pero no hay otra alternativa para solucionar un problema que hoy ya es flagelo y sigue creciendo. Definitivamente, quemar sembradíos en los países pobres del Sur no soluciona mucho.
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