Las crisis en este país se han vuelto tan recurrentes, tan latinoamericanas, que motivan a plantearnos la misma pregunta que Mario Vargas Llosa plasmó al inicio de su célebre obra Conversación en la catedral para referirse al Perú de finales de los años 40, durante el ochenio dictatorial del general Manuel Odría.
¿Se habrá jodido el país más poderoso del planeta con Donald Trump? ¿Nos encaminamos hacia un ochenio trumpista? ¿O puede este país hacer un alto en el camino y recuperar el norte?
Las encuestas de opinión, a tres meses de las elecciones generales, no pintan bien para el actual locatario de la Casa Blanca. Casi seis de cada diez estadounidenses no aprueban su gestión, y el precandidato presidencial demócrata, Joe Biden, le lleva ocho puntos porcentuales de ventaja en preferencia electoral. A inicios de este año, la economía parecía seguir floreciendo, la tasa de desempleo permanecía baja y los pronósticos de reelección frente a un contingente variopinto de candidatos demócratas favorecían a Trump. Pese a su juicio político a principios de año y a los constantes señalamientos de corrupción y abuso de poder, las variables macroeconómicas lo predestinaban a un segundo mandato.
Sin embargo, el errático manejo de la crisis a raíz del covid-19 (que ha provocado cinco millones de casos y más de cien mil fallecidos), la recesión económica (que se equipara a la crisis financiera del 2008) y las tensiones raciales y las protestas suscitadas después del asesinato de George Floyd a manos de la policía ponen a Trump contra la pared. Este momento sin precedentes llamaba a sumar fuerzas con cada uno de los estados para centrarse en la prevención y la coordinación de estrategias enfocadas a asegurar un equilibrio prudente de la actividad económica y la salud de la población. Pero la administración se ha dejado guiar por un pensamiento mágico de tipo macondiano que sigue poniendo en jaque su efectiva recuperación.
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Sería un gran error afirmar que Trump es el único responsable de esta debacle en la que nos encontramos. Como muchos ya han destacado, la pandemia ha puesto al desnudo a una sociedad elitista, en la cual las desigualdades entre la clase media y una nueva generación de empresarios y especuladores provocan obscenos niveles de riqueza que se han multiplicado durante la crisis. No es sorprendente entonces que la plaga haya afectado con mayor fuerza a latinos, afroestadounidenses e indígenas, cuya movilidad social y calidad de vida siguen estancadas.
El país que creía que su destino manifiesto era eterno ya empezaba a dar muestras de deterioro a nivel doméstico e internacional. Por mucho que el actual mandatario proclamara que su administración haría que Estados Unidos se engrandeciera de nuevo, la pandemia solo ha hecho más evidentes las fallas estructurales de una sociedad excluyente cuyos postulados se centran más en hazañas individuales que en un esfuerzo colectivo y solidario.
Las disparidades socioeconómicas y regionales sitúan a este país entre los más desiguales de la región, sobre todo para las minorías de color y los pueblos originarios. Además, el liderazgo internacional de Estados Unidos se ha venido erosionando conforme se consolidan otras potencias mundiales, especialmente China. De ahí que la administración Trump le achaque a su principal rival todos los males que sufre, a tal punto que las relaciones entre ambos países se encuentran en un absurdo impasse.
Pero si algo nos ha mostrado el 2020 es que nada está escrito en piedra. Aunque existen altas posibilidades de que Biden se mantenga a la cabeza en los sondeos, el camino a las elecciones de noviembre es todavía muy largo e incierto. Pesará el dato de a quién escoja él como su compañera de fórmula. Influirá si mantiene un mensaje consistente sin incomodar inútilmente a los electores de color, quienes al fin y al cabo definen las elecciones. Pero los colegios electorales lo coronarán si la gente vota masivamente y el presidente no altera maliciosamente el voto por correo, sobre todo en los estados en disputa, como Pensilvania, Michigan, Ohio y Florida.
Con o sin Trump, la sociedad estadounidense está en una encrucijada jodida. Y aunque gane Biden, la ruta hacia la recuperación de su liderazgo internacional dependerá no solo de la renovación en Washington, sino de un nuevo contrato social interno.
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