Y así, al ritmo de un stoner acústico, leo las noticias sobre la adquisición de la casi totalidad de la producción del remdesivir por los Estados Unidos, que llegan al mismo tiempo que las declaraciones de Fauci señalando que la pandemia estaría fuera de control en ese país, en el cual existen ciudadanos que afirman que el plan de Dios no incluye usar mascarillas cubriendo su nariz.
Poco después de que las agencias federales de Estados Unidos avalaran ese medicamento como un tratamiento eficaz contra el covid-19, Washington ya se había hecho de las existencias del fármaco y de la producción futura hasta el próximo octubre. Las capitales europeas recibieron de mala manera estas noticias y estarían negociando con la compañía farmacéutica un aumento de la producción para cubrir sus propias necesidades.
Y aunque ahora mismo este puede ser un ejercicio especulativo, no dejan mucho espacio para el optimismo las señales que salen de las capitales del primer mundo sobre lo que podría suceder una vez que exista una vacuna contra el coronavirus.
Tenía esta conversación al inicio de la pandemia: alguien afirmaba que la colaboración de la comunidad científica es tan eficiente que no había duda de que el acceso a la vacuna sería universal. En favor de ese argumento se anotaba la cooperación existente entre los investigadores y cómo la intensidad de su trabajo se aceleraba en todo el mundo: elementos que sin duda están allí y que han multiplicado el conocimiento disponible sobre un fenómeno que, pese a sus profundos cambios en nuestras vidas, sigue siendo reciente.
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Sin embargo, creo que existen razones para la desconfianza, que parece estar justificándose.
La alarma sonó cuando las autoridades turcas, en plan filibustero, incautaron el cargamento de respiradores destinado a España en el momento en que el avión que las transportaba repostaba combustible en Ankara. Luego vino la polémica surgida por la adquisición de mascarillas entre Washington y la Unión Europea.
Sin embargo, el intento de adquisición por los Estados Unidos del laboratorio alemán CureVac, que supuestamente va a la cabeza en la carrera de la vacuna, así como el anuncio de la compañía francesa Sanofi, que habría comprometido la entrega preferencial de la vacuna a los Estados Unidos en caso de descubrirla, dejan claro que la cooperación científica choca de lleno con el ejercicio nacionalista de una realpolitik que hace prevalecer los intereses políticos.
De esta forma, en el nuevo normal de las relaciones internacionales, se estaría avanzando en dirección a limitar la cooperación internacional frente a la pandemia y en dejar que el mercado decida quién merece y quién no una vacuna en función de la nacionalidad y, por supuesto, de poder pagarla. Con toda seguridad, un ejército de abogados especialistas en propiedad intelectual debe de estar trabajando ya en intentar registrar patentes en países como Bangladés o India, que van a la cabeza en la producción de genéricos, para cubrir todas las posibles aristas.
En un contexto de esa naturaleza, quedarían en la fila miles de millones de personas en una condición semejante a la de los pasajeros de segunda categoría en el Titanic: esperando por sus chalecos salvavidas.
Termino estas líneas escuchando Gardenia (1994), de Kyuss. El espíritu oscuro del stoner no es seguramente un marco para generar optimismo, pero ahora mismo su intensidad es bien recibida.
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