Nada más alejado de la verdad. En sus comparecencias, el ministro Monroy hace gala de lo que ha sido su ejercicio del cargo desde que asumió y, más aún, desde que, en teoría, lidera la acción estatal en el estado de calamidad para combatir la pandemia. El jefe de la cartera de Salud apenas balbucea números en un guion que repite a diario y en el que lo único que cambia es el número correspondiente a cada rubro que menciona. Su plástica y su lenguaje corporal parecen robotizados, sin el mínimo elemento de humanidad, como si de contar fardos de cualquier carga se tratara.
Olvida el burócrata que habla de personas, de seres humanos con nombre y apellido. Con historia, con familias, cónyuges, hijas e hijos, nietos y nietas, hermanas y hermanos, padres. En fin, de seres queridos que han quedado lejos de poder tomar la mano de quien necesita la ternura y el amor para sobrellevar la enfermedad. Para, en el peor de los casos, afrontar la muerte dolorosa que esta enfermedad representa.
Muy probablemente muchas de las personas enfermas o fallecidas tuvieron a su lado la mano piadosa de alguno de los profesionales de la medicina que han fallecido a consecuencia de la pandemia. Estos días, en varios espacios se ha reflejado el dolor por la muerte de las doctoras Sandra Carmina Ventura, Amparo Amarilis Padilla Guerra, Anna Gabriela Calmo Cardona de Rosales y Amelia Patricia Hernández Marroquín de Aguilar, así como de los doctores Eddy Amílcar Novoa Linares, Gustavo Adolfo Chuy Vides, José Alfredo Mollinedo Paniagua, César Augusto de León López, Sergio Binicio Pérez Ambrosio, César Augusto Marroquín Solórzano y Carlos Enrique Sánchez Rodas.
Por desgracia, y dadas las condiciones en las que al personal médico, sanitario, de apoyo y administrativo del sistema de salud le toca laborar, lo más probable es que toque lamentar muchas más vidas perdidas. Vidas que, como se indica arriba, tienen una historia y una familia. Son vidas, no números.
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Por ello resulta impresionante la imagen de una misa en la catedral de Lima, en Perú. Desde atrás, las bancas se veían vacías. Sin embargo, al verlas de frente se notaba que estaban abarrotadas, pues habían sido llenadas con fotografías de las personas fallecidas por el covid-19. Un doloroso e ilustrativo recuento del dolor. Como ese recuento que nos ofrecen las calles de Guatemala con las imágenes de personas detenidas desaparecidas o asesinadas durante el conflicto armado interno. Las cifras de la acción represiva del Estado solo ilustran la magnitud del crimen, pero las imágenes nos recuerdan sus nombres y sus rostros.
Así debe hacerse también con quienes, en el marco de esta enfermedad convertida en tragedia, han muerto porque no hubo capacidad estatal para atenderlos o porque carecieron de los elementos básicos para resguardarse. El uso del equipo de protección personal (EPP) no es un capricho. Es una norma de cualquier protocolo básico para atención en salud. El personal expuesto en la primera línea, como las médicas y los médicos cuyas vidas hemos perdido, así como el personal al frente de diligencias en el Ministerio Público (MP) y en el Organismo Judicial (OJ) y toda persona en empresas esenciales o forzadas a trabajar, necesita estar protegido y contar con equipo provisto por su empleador.
No hablamos de ladrillos. Hablamos de personas, rostros, familias, historias que merecen protección y cuidado. No queremos seguir viendo el poste de concreto en que se ha convertido el titular de Salud, con su perorata de cifras de dudosa veracidad. Queremos que quienes arriesgan su vida por cuidar las nuestras tengan las herramientas necesarias para protegerse. Para eso, el Gobierno tiene el dinero necesario y debe ejecutarlo, no dilapidarlo ni mucho menos robarlo.
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