Antes de la presentación del informe en el Teatro Nacional me encontré por casualidad con dos amigos cuyos padres fueron directamente afectados por el conflicto armado. Nunca olvidaré cómo ambos, vivamente conmovidos por el recuento de los actos de horror expuestos por el comisionado Christian Tomuschat, clamaban «¡justicia!, ¡justicia!» junto con los miles de guatemaltecos que nos congregamos allí para escuchar la verdad.
A 20 años de la instalación de la CEH y a casi dos décadas de la entrega del reporte Memoria del silencio, un trabajo de 12 tomos bajo la coordinación de Tomuschat y de los comisionados Alfredo Balsells Tojo y Otilia Lux de Cotí, tuve la oportunidad la semana pasada de rememorar el trabajo de la CEH, pero en otro contexto, a miles de kilómetros de la ciudad capital.
Invitados por la Universidad de Minnesota, varios miembros de las comisiones de la verdad de Guatemala y El Salvador se dieron cita para explicar el contexto, el trabajo y los resultados de dichas comisiones. La conferencia se tituló Verdad, Juicios y Memoria: Un Recuento de la Justicia Transicional en El Salvador y Guatemala. Testigos históricos como Lux y Tomuschat, además de Helen Mack, la antropóloga Irma Alicia Velásquez y la implacable jueza Yassmin Barrios, participaron en distintos paneles para ofrecer reflexiones en torno al papel de la justicia transicional (JT) post-CEH.
Destaco aquí algunos puntos mínimos luego de dos días de invaluables presentaciones de una veintena de expertos.
El primero, expresado por el colombiano Pablo de Greiff, relator especial de Naciones Unidas para la promoción de la JT, es que la disciplina es relativamente nueva y que estas comisiones, cuyas metodologías fueron innovadoras, han labrado la ruta con una serie de criterios para países en transición hacia la paz o la democracia. Entre sus logros menciona la institucionalización del derecho a la verdad, a las reparaciones y a la no repetición, así como la rendición de cuentas de crímenes de Estado. Sin embargo, en su opinión, aunque la causa de la JT sea buena, todavía es difícil definirla y encontrar los medios más apropiados según el contexto local para alcanzar sus metas y medir sus logros.
El segundo es que, pese a que el Estado no asume activamente su papel de promover justicia, y más bien lo obstaculiza, y pese a que las amnistías y la decisión de no decir nombres como criterios de negociación política imperaron contra el deseo de las víctimas, en Guatemala «los juicios después del infierno» (como dijera la antropóloga Velásquez) se efectuaron y se dictó sentencia en al menos 13 crímenes de guerra. Como observó Jo-Marie Burt —otra de las ponentes—, casos como el de Las Dos Erres, el del genocidio contra el pueblo ixil o el de Sepur Zarco prosperaron gracias a la determinación y a la persistencia de los sobrevivientes, así como a la emergencia de una nueva generación de fiscales que han tomado en serio los crímenes del pasado y a la contribución técnica de la Cicig en la independencia judicial apoyando a fiscales de casos de alto riesgo.
Tercero, me parece que el consenso de los activistas de derechos humanos es que el alcance de la JT se queda corto por la complejidad y la inmensidad de los problemas sociales de cada país, así como por la cuasi imposibilidad de desmantelar el Estado impune y de que este dignifique a las víctimas. En opinión de Mack, el modelo de la Cicig ha sido más satisfactorio que la JT para «entender un modelo de Estado que sostiene la impunidad del pasado, que es la del presente». En el contexto guatemalteco, explicó, la narrativa de la CEH no interesó y la JT no llega a la raíz de las desigualdades que todavía siguen perpetuando otros tipos de violencia.
¿Sirve entonces la JT? Yo pienso que sí. Ahora bien, desde la perspectiva de las víctimas y de los sobrevivientes, hago eco de sus cuestionamientos, pues el Estado carece de voluntad y capacidad, y la sociedad (no afectada), de interés y educación. Al final de cuentas, como cualquier proceso de transformación social, el impacto de la JT dependerá del grado de los cambios culturales y de las actitudes individuales. Y es aquí donde el arte, en sus expresiones visuales, literarias o dramatúrgicas desde la sociedad civil, sigue teniendo un terreno fecundo.
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