Un camión encunetado en el camino resulta en un maniático atasco de tres horas para recorrer cuatro kilómetros. Mientras, escucho la radio, que cubre las capturas del día y las novedades de otros atascos en el tráfico. Sigo, por los comentarios de amigos, una jornada de la Sudamericana en Quito (mi equipo clasificó con gol en el minuto 90) en un partido al cual se le puede acomodar aquello de Borges de «monumento de una tarde sin duda inolvidable y ya olvidada».
Escucho una vez más a los Blackwater Fever con aquello de Don’t Fuck with Joe y Can’t Help Yourself mientras voy redactando en mi cabeza estas líneas, iniciadas ya hace un par de semanas durante un viaje al altiplano, por cierto en otro atasco.
La primera reunión del día había empezado con la pregunta de delitos más denunciados. Había seguido con la triste visita a una cámara Gesell, con aquellas inevitables muñecas que tienen genitales y ayudan para entrevistar a niños y niñas víctimas de abusos sexuales. Prosiguió contabilizando los cerca de 60 túmulos entre Los Encuentros y Santa Cruz del Quiché y terminó en una fiscalía instalada en el segundo nivel de un centro comercial, en la que los pasillos cumplen la función de almacén de evidencias.
Un par de cuadras más adelante, la torre de la gobernación de Santa Cruz del Quiché me recibió junto a la concha acústica que le sirve a la alcaldía indígena como escenario para aplicar chicotazos, y la figura de un heladero de aquellos que empujan un carrito viejo de madera se me antojó conocida. Saludo a don Antonio y charlamos, casi por señas y brevemente.
Lo conocí en una visita al presidio de Santa Cruz allá por el 2003. El caporal de la prisión, uno de aquellos tipos cubiertos con cicatrices y tatuajes, lo señaló diciendo: «Ese no habla español y lleva mucho tiempo aquí». Una jueza de paz le había dictado 15 días de prisión por haber entrado borracho en el patio de una casa y haber tratado de robar la vaina de un machete. Era eso o una multa de Q500, inalcanzables para un vendedor de helados hace 14 años e incluso ahora (lo pueden atestiguar los heladeros de la Antigua). Antonio es un sacapulteco casi monolingüe, lo juzgaron y condenaron en un idioma que no era el suyo y nadie lo ayudó a entender.
Pasaron los 15 días, luego un mes, después dos, tres, cuatro, cinco y seis meses. La jueza olvidó dictar el auto de excarcelación. A Antonio le pareció que la condena era para siempre. Al alcaide de la prisión le parecía extraño que la orden de excarcelación jamás hubiera llegado, pero tampoco entendía como su función llamar al juzgado. Mientras tanto, Antonio estaba allí.
Una jueza de instancia dictó unos días después el auto de excarcelación, que le leyeron también en español, y el heladero tampoco entendió del todo hasta que se abrió la puerta del presidio y lo echaron a la calle.
Antonio se alejó empujando el carrito de helados. Error judicial, debido proceso, reparación. Palabras que nunca se pronunciaron. Términos de una galaxia lejana para alguien que empuja un carrito de helados.
Al día siguiente navegaba en las caóticas entrañas de Chimaltenango gracias a Waze, que anuncia con solvencia izquierdas y derechas. Tengo un cuaderno repleto de garabatos sobre extorsiones, maras, muertes violentas, víctimas, cadenas de custodia, intérpretes y armas de fuego. Me hace falta un café, pero Dan Auerbach no se anda con rodeos. Desde King of a One Horse Town dispara «everyday is just a little white lie, telling myself I’m gettin’ by» y logra tranquilizar mi falta de cafeína, imponer silencio y ponerme en la carretera otra vez.
Maldigo a la madre del conductor de la camioneta que rebasa sobre la derecha a más de 100 kilómetros por hora mientras se acercan las luces de la urbe en la cual un loro escapa de su jaula, choca con un transformador y deja sin semáforos a buena parte de la ciudad, lo mismo que una acusada de alto perfil en un caso de corrupción tiene que buscarse transporte desde el juzgado para regresar a la cárcel (¿Uber?) porque el vehículo del Sistema Penitenciario se fue sin ella.
De vuelta a casa abrazo a mis hijas y eventualmente me quedo dormido con ellas, después de intentar improvisar, como una lullaby, la historia del poderoso punk de los Distillers.
Despierto recordando algo que escribí tiempo atrás (mal augurio eso de plagiarse a sí mismo) acerca de la vida transcurriendo entre las esquinas de un planeta redondo. Historias en paralelo que se viven alejadas por kilómetros, idiomas e ideologías diferentes. Nada tan aplicable a alejarse unas horas de casa para comprobar realidades que se viven en paralelo.
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