Existe una corriente de opinión en el mundo que cree ver signos preocupantes de una crisis sin precedentes de la democracia moderna: en Inglaterra triunfa la corriente separatista de la Unión Europea, en Colombia se impone la población que rechaza la firma de la paz y en Estados Unidos llega a la presidencia un personaje que es la antítesis de todo lo que algún día nos enseñaron que debía ser. ¿Presenciamos realmente una crisis sin precedentes del sistema democrático?
El gran sociólogo Zygmunt Bauman piensa que sí: la crisis de la democracia es el reflejo de un mundo cada vez más interconectado, en el que los países siguen pensando en términos nacionales:
El poder se ha globalizado, pero las políticas son tan locales como antes. La política tiene las manos cortadas. La gente ya no cree en el sistema democrático porque no cumple sus promesas. Es lo que está poniendo de manifiesto, por ejemplo, la crisis de la migración. El fenómeno es global, pero actuamos en términos parroquianos. Las instituciones democráticas no fueron diseñadas para manejar situaciones de interdependencia. La crisis contemporánea de la democracia es una crisis de las instituciones democráticas.
Zygmunt Bauman en entrevista a El Mostrador
Ya en la década de 1990 Daniel Bell lo había advertido: «El Estado-nación se está volviendo demasiado pequeño para los problemas grandes de la vida y demasiado grande para los problemas pequeños».
El otro factor que influye en la crisis global de la democracia es la brutal concentración de la riqueza, en la que un 1 % del mundo tiene más recursos, más poder y más influencia que el 50 % de la población mundial. Y la meteórica y extraña carrera de Donald Trump en la arena política así lo confirma: un personaje completamente autónomo, libre de toda restricción política, gracias a su inmensa fortuna, que garantiza esa incursión controversial en la política estadounidense. De hecho, el desafío central para cualquier sistema democrático es cómo limitar la influencia del dinero y de los medios de comunicación en los procesos democráticos.
El diseño de la democracia importa igualmente: las reglas del sistema electoral determinan, en muchas circunstancias, a los ganadores y a los perdedores, tal como volvió a ocurrir en Estados Unidos: Hillary Clinton gana en el conteo de los votos, pero Trump gana en el diseño de los distritos electorales. La tentación autoritaria, por lo tanto, casi siempre recae en el control de los Parlamentos, de manera que se propicien de forma maliciosa cambios en el sistema electoral o constitucional que favorezcan lo que la teoría llama autoritarismo competitivo, como ha ocurrido en muchos países de América Latina: la fiebre reformadora se ha extendido por todo el continente gracias al ejemplo que diseminó la Venezuela de Hugo Chávez.
La conclusión es que la democracia es un sistema frágil y delicado que está sujeto a las crisis recurrentes, pese a lo cual es imposible pensar en un mejor sistema de gobierno: la democracia sigue siendo un ideal que, lejos de desecharse, debe perseguirse sistemáticamente, ya que es el único sistema que resguarda la libertad al favorecer la creación de consensos y proyectos compartidos.
Como dijo el gran teórico argentino Guillermo O’Donnell, «la capacidad de esperanza es el gran atributo de la democracia, una que bajo las circunstancias correctas puede y debe nutrir otras y más específicas capacidades que pueden promover mejorías en la calidad democrática».
Uno de los padres fundadores del sistema estadounidense, Thomas Jefferson, lo expresó con toda claridad: «El precio de la libertad es su eterna vigilancia».
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