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Pobladores de Jocotales, Chinautla, hacen fila para acceder al cajero automático del Comercial San Ignacio, tratando de respetar las medidas de distanciamiento social, el lunes 18 de mayo. Simone Dalmasso

Una democracia que enferma durante la pandemia

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Una democracia que enferma durante la pandemia

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La democracia no es tan sólo un régimen político, sino también un modo particular de relación, entre Estado y ciudadanos y entre los propios ciudadanos, bajo un tipo de estado de derecho que, junto con la ciudadanía política, sostiene la ciudadanía civil y una red completa de rendición de cuentas. A esa definición del politólogo Guillermo O'Donnell habría que agregar que ese modo particular de relación por lo general presta servicios públicos de calidad que mejoran la calidad de vida de los ciudadanos y generan una base de confianza de la que depende la capacidad que los sistemas públicos tienen de responder a las emergencias.

En las vísperas de la pandemia, a inicios del 2020, de inmediato surgió la preocupación por el colapso de los servicios de salud pública y su impacto en grupos de población vulnerable. Luego se dejó ver una enorme preocupación por los impactos económicos derivados de los cierres y el distanciamiento social. En esta conversación, ha estado menos presente el debate sobre los efectos en la democracia. 

La pandemia ha puesto más presión sobre una democracia ya enferma desde hace varios años, con efectos potencialmente graves y difíciles de revertir. Por ello, elaboramos un listado que como los viejos marcos teóricos de criterios de consolidación democrática, enumera  algunos de sus síntomas ahora expuestos por la pandemia, visibles en los sujetos que conforman el sistema. Detectados a tiempo, podrían convertirse en rutas que fortalezcan el combate contra el virus y sus efectos en la economía y la gobernanza.

La falta de un bien público ciudadano: la información

Los ciudadanos son la base de la democracia, le dan sentido y a ellos se debe. Sin embargo, individuo a individuo, su poder es limitado.

«You can't handle the truth» La icónica frase escrita por Aaron Sorkin le sirve al coronel Jessup en la película A few good men para justificar la opacidad en el manejo público de la verdad para prevenir un mal mayor, y ejemplifica uno de los síntomas antidemocráticos de la época: discrecionalidad para decidir convenientemente qué información ocultar durante una crisis. Aún sin infringir las normas de acceso a la información pública, los gobiernos son capaces de ser antidemocráticos cuando manipulan la información, su forma y el tiempo en el que deciden divulgarla.

La pandemia ha recordado la importancia de que los gobiernos tengan capacidad y voluntad para garantizar una de las funciones principales de la democracia: proveer acceso libre a la información completa y pertinente. Sin esta información, al ciudadano no le es posible planificar y prepararse adecuadamente, y queda relegado a una posición de incertidumbre, vulnerabilidad y miedo. La información permite a los ciudadanos proyectar escenarios más certeros de costo beneficio e incluso acatar mejor las disposiciones de contención y las políticas públicas.

Ese descontento del ciudadano se agrava si percibe un trato injusto en cuanto al acceso a servicios básicos y a beneficios de programas de protección. En consecuencia, el ciudadano pierde confianza en el Estado. Lo cual erosiona la autoridad de los gobernantes y puede propiciar expresiones violentas para demandar privilegios.

Divididos y sin nuevas rutas para construir capital social

El aislamiento limita el capital social de los ciudadanos. Segregados y sin contacto constante con personas que tienen experiencias, información y puntos de vista distintos al los propios, es más fácil estigmatizar a los demás y percibir que la sociedad está dividida en dos bandos: el propio («bueno») y el ajeno («malo»). En consecuencia, el ciudadano es más propenso a la polarización y a ser víctima de abusos de autoridad. 

También, al estar forzado a ser más autosuficiente, cada individuo cuenta con menos acceso a otras personas con las que coordinar apoyo para atender sus necesidades y defenderse de abusos. En particular, dadas la limitaciones a los derechos de asociación, de movilidad y de expresión, los excesos de autoridad pueden pasar desapercibidos y no ser denunciados ni resistidos cuando suceden. 

En una sociedad segregada, también se fragmentan las demandas de los grupos de interés. Cada grupo tiende a presionar por su cuenta para que se implementen políticas en respuesta a la crisis, sin antes haber coordinado una estrategia coherente, consolidada y con prioridades compartidas. Esto hace que, dada la imposibilidad del gobierno para mediar múltiples presiones con preferencias dispares, la incidencia de los grupos de interés se haga sin transparencia, por afinidad personal, e incluso sin consideraciones técnicas.

Al no establecer nuevas rutas para la coordinación ciudadana y, sobre todo, al dificultar mecanismos de transparencia, se exacerba el recelo de que unos sean excluidos mientras otros son favorecidos en el manejo de prioridades. Es decir, existe el riesgo de un escenario opaco en las interacciones con grupos de interés cuando los gobiernos no establecen canales suficientemente amplios de consulta para legitimar sus decisiones.

“Representación” oportunista con apariencia de responsable 

En una democracia, los partidos políticos son los responsables de intermediar ante las instituciones públicas por los intereses y necesidades de sus representados. El medio para ejercer y mantener su poder es ganar elecciones, que puede convertirse en un fin especialmente riesgoso en momentos de crisis.  

Un dilema para los actores políticos que ocurre durante la pandemia está entre tomar medidas responsables, medidas que respondan a las demandas de la población o, especialmente en contextos próximos a elecciones con tradición democrática embrionaria, actuar de forma oportunista para obtener rédito político, aunque tenga consecuencias negativas. Por ejemplo, cuando se demandan medidas autoritarias que reprimen  los derechos de los rivales políticos, que expropian, o que permiten gastos discrecionales. 

También, los partidos tienen incentivos para competir por protagonismo, lo que les lleva a sacrificar posibles acuerdos que no pueden atribuirse como logros propios, y a promover decisiones grupales a las que es costoso oponerse. Esta ansia de protagonismo intensifica el fraccionamiento en la representación, que impide integrar demandas sociales de forma coherente. Al no llegar a acuerdos para tomar decisiones efectivas, inevitablemente se impide obtener los resultados deseados. En consecuencia, el rechazo a los políticos aumenta.

Por otro lado, para atender la pandemia, se ha necesitado un gran volumen de fondos públicos, que, además, tienden a ser ejecutados rápidamente mediante mecanismos extraordinarios y de forma dispersa a través de múltiples instituciones implementadoras. Este escenario de tensión entre eficiencia y transparencia, genera altos riesgos de corrupción, y tensiones entre el Organismo Legislativo y el Ejecutivo, que pueden tener prioridades distintas. 

Adicionalmente, en momentos de crisis, toda la actividad legislativa se enfoca en dar respuesta a la emergencia. Con ello, se corre el riesgo de desatender otras prioridades. Además, la limitada capacidad de atención de la población se puede aprovechar para aprobar medidas no relevantes a la crisis mediante procedimientos opacos de negociación.

Ataques para silenciar a los vecinos incómodos

Como el del Congreso, el trabajo de los entes de control del Estado es incómodo para el Organismo Ejecutivo, especialmente en momentos que siente la presión de actuar rápidamente o responder a intereses particulares. 

Durante una crisis, actuar con urgencia puede significar atropellar los derechos de los ciudadanos, por equivocación, negligencia o conveniencia. Los cuestionamientos al aumento a violaciones de derechos humanos son incómodos para el ente implementador, por lo que se corre el riesgo de que este influya para limitar las funciones y capacidades de entidades como la Procuraduría de Derechos Humanos o la Corte de Constitucionalidad; por ejemplo, mediante reformas normativas, medidas de excepción, reasignaciones presupuestarias o discurso polarizante. 

Sumado a los esfuerzos de limitarlas, las entidades que proveen asistencia para proteger los derechos pueden desbordarse por la alta demanda de intervenir en múltiples casos en distintos lugares, y ante la necesidad de priorizar, algunos procesos se estancan y las entidades pueden percibirse como parciales por la atención desigual a todas las solicitudes. 

De igual manera, la alta cantidad de recursos ejecutados mediante procedimientos extraordinarios, rápidamente y a través de múltiples instituciones, dificulta la labor de entidades como la Contraloría General de Cuentas. Si bien los medios de comunicación, la sociedad civil organizada y el Congreso también contribuyen a fiscalizar el gasto público, estos esfuerzos tienden a tener atención limitada y visibilizan casos emblemáticos sin un enfoque sistemático.

Limitaciones a la participación política

Entidades como el Tribunal Supremo Electoral pueden tener dificultades para facilitar la participación política de los ciudadanos al no poder actualizar registros o validar asambleas. En algunos casos se hace necesario postergar elecciones o arriesgar a que los resultados electorales sean cuestionados como fraudulentos.También, puede ser retador para el Tribunal fiscalizar a las organizaciones políticas. De hacerlo, los procesos judiciales podrían quedar estancados.

Cuestionamientos al balance de poderes

Gobiernos como el de Guatemala, sufren especialmente los rezagos de su débil institucionalidad y burocracia, corrupción, corta vida democrática, además de su historial con autoritarismo, golpes de estado y pretorianismo. Por consiguiente, al no haber logrado consolidarse, en momentos críticos se crean condiciones para renegociar el balance de fuerza entre los poderes del estado. 

En general, justificado en la necesidad de actuar con urgencia y la mayor demanda de eficiencia, se tiende a incrementar y concentrar poderes en el ejecutivo, que, en ausencia de contrapesos, corre el riesgo de abusar su autoridad en unos casos o negar su responsabilidad en otros. Además, si las medidas son reconocidas como efectivas, las prácticas autoritarias pueden legitimarse y ser adoptadas como permanentes. 

Mayores poderes rápidamente se hacen acompañar de cambios normativos cuyo alcance legal es incierto. Además, si el sistema de justicia se encuentra débil, y demora en resolver controversias, se pierde la certeza jurídica. Esta falta de estado de derecho da lugar a aprovechar autorizar restricciones discrecionales a los derechos y libertades de los ciudadanos al igual que otorgar privilegios u otras decisiones a conveniencia.

Burocracias poco profesionales con una institucionalidad débil

Es en los momentos de crisis cuando se evidencian las limitaciones de los Estados por no haber construido capacidad para cumplir con funciones básicas como ejercer de manera efectiva el monopolio del uso legítimo de la fuerza en su territorio; solvencia económica; presencia territorial con una burocracia eficiente para proveer servicios básicos y garantizar el respeto a los derechos ciudadanos...

Más allá de la lucha por el poder, el control, la influencia, o la atención, la respuesta a la crisis desnuda aquellas burocracias estatales inexpertas, con poca capacidad de gestión y procedimientos complejos que son incapaces de implementar acuerdos políticos ya de por sí difíciles de lograr. En estos contextos el riesgo de corrupción es eminente. Ante la rigidez que imponen los procesos formales, se cree necesario utilizar otros informales para flexibilizar la ejecución del gasto. Estos abren espacio para las arbitrariedades que desvían los recursos para fines privados o clientelares. 

Con el tiempo, el desgaste insostenible del aparato público termina por hacerlo colapsar, generando caos. La necesidad imprescindible de orden intensifica la prevalencia de prácticas autoritarias y el uso de la fuerza desproporcionada para imponer estabilidad artificialmente. Aun logrando contener el desorden, se eximirá de responsabilidad a las autoridades argumentando que la falta de resultados es consecuencia de sus predecesores y de sediciosos. 

La ineficiencia del aparato público no es nueva, pero son pocos los eventos que requieren del Estado una respuesta coordinada y continuada en el territorio completo. No todos los territorios tienen la misma disposición a colaborar con el Estado ya que existen desigualdades en la legitimidad que dan al Estado y atención que reciben de este. Los conflictos entre los gobiernos locales y el gobierno central pueden llevar a discrepancias en las medidas tomadas por cada uno. Si bien la multiplicidad de soluciones que cada territorio ofrece podría resultar en innovaciones enriquecedoras, esa práctica es contraproducente cuando los costos de una decisión son impuestos en territorios vecinos sin su consentimiento.

Sin respuestas supranacionales

Cuando los esfuerzos propios de los estados son insuficientes, se hacen evidentes las debilidades de los mecanismos e institucionalidad supranacionales. Por un lado, hay retos procedimentales y logísticos para gestionar programas de apoyo. Por el otro, existen reacomodos en la geopolítica que modifican las áreas de influencia de los países dominantes, y cambios en los liderazgos entre países. El principal riesgo es el aumento de la tolerancia a regímenes autoritarios. También, que las posibles restricciones a la libre movilidad de bienes y personas dificulten la capacidad de los Estados por garantizar los derechos de ciudadanos en el extranjero y reincorporarse a la economía globalizada.

La incapacidad de la gobernanza supranacional de facilitar acceso igualitario a insumos o garantizar la legitimidad de sus entes coordinadores de la política global como la Organización Mundial de la Salud, abre las puertas a desconocer su potestad y a caer en la  tentación de jugar la carta de la soberanía para legitimar actos aislados de respuesta.

En defensa de la democracia

Tal como lo afirman Levitsky y Ziblatt en Cómo mueren las democracias, el sólido andamiaje de normas que según Montesquieu bastaba para limitar los excesos de poder, no es suficiente para maniobrar entre los síntomas aquí expuestos. Los retos que identificamos no son nuevos, pero la pandemia los ha potenciado. 

En este escenario tan complejo, la falta de creatividad y voluntad para encontrar soluciones no puede ser excusa para renunciar a construir una sociedad con sentido propio. Impedir que la democracia sea una más de las cosas que la crisis nos arrebate empieza por estar conscientes de los desafíos que esta impone en cada uno de los sujetos que debe actuar para sostenerla.

Los retos evidenciados por la crisis también identifican la ruta para fortalecer la capacidad institucional de las democracias al combatir tanto el virus como sus efectos sociales. La democracia, a pesar del esfuerzo que requiere para funcionar, es el único orden social conocido que se plantea como objetivo que sus integrantes puedan definir por sí mismos el sentido de su vida y cómo desarrollarse plenamente.

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