Así está sentando reales otra vez en Guatemala esa sensación extrema de miedo provocada por los asesinatos en serie de mendicantes que —al llegar ya no la penumbra, sino las tinieblas— solo esperan la muerte ante un mismo patrón de maldad y ante la fría indiferencia de la población.
Ausencia de todo lo humano. Ausencia de todo lo moral.
En Whitechapel, Londres, se enseñoreó en áreas empobrecidas, y las víctimas fueron prostitutas. En nuestro país se está adueñando de plazas donde menesterosos pueden pasar la noche y son las víctimas de los destripadores del siglo XXI. Los hechos son similares: maldad, astucia y el crimen —en Guatemala— ejecutado muy burdamente. En algunos casos, según se ha noticiado, hasta con abusos sexuales previos.
Edmund Burke, escritor y político irlandés, decía con frecuencia: «Para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada». Y es lo que está aconteciendo en Guatemala. Se están viendo esos terroríficos hechos con ojos de indiferencia, y en el peor de los casos hasta con una velada aquiescencia, como si de verdad se estuviera erradicando un cáncer.
Cuando la terrible segunda guerra mundial destrozó a Europa, Pío XII, en un inusual y fogoso sermón, advirtió: «No tengo miedo a la acción de los malos, sino al cansancio de los buenos». Y mucho de ese cansancio nos está inundando. Aunque no podamos ser catalogados como buenas personas, nuestros oídos están cansados, nuestros ojos agotados, nuestros sentidos obnubilados por una sordina que nos está haciendo insensibles. A saber: ladrones de cuello blanco desfalcando al fisco, diputados haciendo de las suyas con plazas fantasma, extorsionadores disparando contra buses extraurbanos en represalia porque las empresas de transporte no les han pagado la cuota, pilotos de buses urbanos asesinados por la misma razón, exfuncionarios capturados haciéndola de histriones para mitigar el impacto de su culpa ante la población que un día los encomió, funcionarios bocones al estilo de Luis Rabbé poniendo pies en polvorosa ante los imparables pasos de la ley. Y una caterva, un sinnúmero de jinetes del Apocalipsis atravesando el suelo patrio como Pedro por su casa.
Y qué fácil, qué cómodo es refugiarse en ciertas posturas piadosas y pedir a Diosito lindo que nos proteja. Esta postura ya había sido denunciada por el cardenal Jorge Bergoglio en el año 2012: «… la mundanidad espiritual y el clericalismo, [posturas] ambas que van enclaustrando a la Iglesia hacia dentro, convirtiéndola no en una Iglesia que camina y que dialoga, sino en una Iglesia autorreferencial que se va esterilizando poco a poco y se vuelve incapaz de ser fecunda porque pierde dos cosas fundamentales que la hacen madre: la capacidad de sorpresa y la ternura» (Tomás de Híjar Ornelas, en este enlace).
Hemos perdido la capacidad de asombro. Hemos perdido la capacidad de afecto, principalmente aquel que debería estar dirigido a los más pobres, a los más necesitados, a los que en este momento están reflexionando acerca de por qué sobrevivieron anoche y cómo le harán para correr la misma suerte al terminar el día.
¿Cómo y qué hacer entonces para evitar que el terror tome cuenta de nuestros entornos? Reitero lo dicho en otros artículos: «Ante una necesidad sentida, ante una crisis, el ser humano tiene la tendencia a congregarse, no a disgregarse». Y qué mejor lugar que los momentos de descanso en el trabajo, los momentos de reflexión en las iglesias, para, desde un enfoque humanístico, deliberar acerca de esas abominaciones que tendemos a soslayar a causa de esa cobardía que provoca el cansancio de los buenos y buscar derroteros apegados a la legalidad.
Del Gobierno nada esperemos. Solo que muy pronto le caiga la Cicig.
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