No diremos que esta vez fue una conspiración, porque suceden, pero nos cuesta creer en ellas: son menos probables que la alineación espontánea de los astros, al menos en un país como este en el que los astros están casi permanentemente en línea. Ellos eran menos y levantaban empalizadas: los monopolistas, los oligopolistas. Los cartelistas. Los que hacen dumping. Los monopsonistas. Los que distorsionan profundamente la economía y capturan buena parte del mercado. Son, por definición, pocos, pero son poderosos, y hay que reconocerles cierta habilidad que no tenemos los demás (es decir, no demostramos, tan a menudo): su efectividad para orientar el discurso y la política.
Este era un buen momento, o sea, un mal momento para ellos. Decir que estaban desvalidos sería exagerar, pero eran vulnerables: el clima anticorrupción, las intervenciones de la Superintendencia de Administración Tributaria, el compromiso asumido por Guatemala con la Unión Europea de aprobar una Ley de Competencia antes de 2017, y la poderosa idea, instalada desde hace décadas en nuestras mentes por sus propios intelectuales orgánicos y por los inorgánicos, de que la competencia es buena, es progreso, y los monopolios malos, etcétera. Todo ello había debilitado su clásica inexpugnabilidad.
Y aun así, no lo aprovechamos. Ni siquiera lo intentamos.
Ni toda la izquierda en conjunto, ni los liberales que saben y creen lo que dicen, ni los ruidosos e hiperactivos anarco-capitalistas (esos seres cuánticos de cuya posición nunca tenemos certeza, y además parecen estar en todas partes de manera simultánea: en una idea, y en su refutación empírica), “libertarios” se hacen llamar, ja, que hacen bulla contra el mercantilismo, contra los monopolios y los oligopolios, y cuando toca poner ejemplos, en una de las economías más concentradas y oligopólicas que existen sobre la faz de la Tierra, lo que les viene a la cabeza es el Instituto Guatemalteco de la Seguridad Social.
Y se monta una pequeña página de propaganda: Desmonopolicemos el IGSS, y una ong desconocida e interesada en el negocio le paga un viaje a Chile a varios diputados para que le hagan la campaña (a Chile, justo en el momento en que se está discutiendo el fracaso de un modelo que ya fracasó con estrépito en otros países: no un fracaso de gestión, como el de algunos seguros sociales, sino un fracaso de fórmula), y en vez de consumir nuestras fuerzas en combatir el chiste al que el ministro de Economía, ex Agexport, llama “propuesta de Ley de Competencia”, nos vamos con la finta.
No es que el IGSS no sea importante. El IGSS es crucial: aunque corrompido por políticos y funcionarios y empresarios, aunque ineficaz, es una institución central en la red de protección de los trabajadores.
El problema es lo que esto ilustra.
El problema es:
Nuestra visión selectiva.
Nuestra visión con anteojeras.
Nuestra fijación con los señuelos.
Nuestra suprema capacidad de ser guiados, orientados, atraídos hacia la muleta.
Nuestro placer al ver lo bellos que somos cuando nos mostramos indignados.
Somos bellos y listos indignados. Nos sentimos bellos. Indignados.
Entonces: “Opongámonos”.
Ni los políticos, ni las organizaciones sociales, ni la academia han estado, salvo pocas excepciones, a la altura por el momento con este asunto.
Hemos.
Los medios tampoco hemos sabido o querido informar sobre ello de forma acabada. (Los medios, ay, qué fracaso o despiste o enmascaramiento el nuestro.)
La discusión pública, que por su escasez apenas merece el nombre de “discusión”, ha estado casi siempre en manos de economistas y centros de pensamiento dependientes de la elite oligopólica. Por eso, aunque la lucha contra los privilegios y la concentración es un principio esencial del libre mercado que dicen defender, ahora no resulta extraño oírles argumentar que no hay que ser tan “masacres” con la ley, y que eliminar ciertas prebendas o limitar ciertas posiciones dominantes puede ser fatal para la economía. Dicen “fatal para la economía” cuando saben que para quien puede ser fatal es solo para sus patrones o sus clientes.
Hay momentos decisivos que arrojamos a la basura. Este es uno.
Lo teníamos todo de nuestro lado para promover una ley que, bien diseñada y con instituciones de control, tuviera el potencial de empezar a transformar la estructura económica del país: la concentración de la riqueza, la captura del mercado, pero ni siquiera supimos ver que la maniobra del ministro Rubén Morales es tan sencilla como sustituir una propuesta que asustaba a los oligopolistas con otra que da risa. Es decir pena: las campanas doblan por ti.
A principios de año muchos grandes empresarios estaban ojipláticos y temblorosos cuando les mostraron la iniciativa que se sopesaba en aquel momento. ¡A quién se le había ocurrido! Aquello no sólo era una ley de competencia: ¡era una ley de competencia de verdad!
Una firma de consultores contratada por el Banco Interamericano de Desarrollo BID la había elaborado y había escrito una política de competencia a solicitud del Ministerio de Economía. Ambas propuestas, basadas en las experiencias de El Salvador, México y Chile, contenían un amplío desarrollo sancionatorio y conceptual, para evitar dudas, discrecionalidad y ambigüedades. El ministerio le pagó al BID US$91 mil por ellas, pero Rubén Morales optó por desecharlas.
A cambio, Morales entregó al Congreso una iniciativa breve, subdesarrollada. La propuesta del BID era explícita: todos los sectores quedaban sometidos a la Ley de Competencia. La de Rubén Morales, no. Tal y como está escrita, se podría argumentar que no regula los bancos ni las finanzas ni las telecomunicaciones, tampoco el mercado de energía eléctrica o el de hidrocarburos hidrocarburos. La de Morales es una propuesta ambigua porque no define, desarrolla, tipifica ni sanciona los conceptos ligados a las prácticas restrictivas como los monopolios, oligopolios, el cartel, la colusión, etcétera; perjudica a los pequeños y medianos empresarios y a los nuevos, y a la sociedad, y favorece a las grandes empresas que suelen recurrir a esas prácticas y siempre salen victoriosas en la ambigüedad legal. Tienen a un arsenal de juristas, dentro y fuera del Estado, a su disposición.
Morales asegura que el principal objetivo de la ley que impulsa es lograr la "eficiencia económica", el desarrollo del libre mercado de manera “natural” y sin la regulación del Estado (como si la tendencia “natural” no fuera la monopolización), y sostiene que esta ley servirá de marco legal para resolver las desavenencias que puedan presentarse, sin interferir en la libertad económica. Pero el objetivo del Mineco parece lejos de la idea de promover la competencia y dinamizar la economía. Parecen concentrados simplemente en aprobar un texto para salir del paso y cumplir el compromiso adquirido por el Estado en el Acuerdo de Libre Asociación con la UE, tocando lo menos que se pueda los intereses del poder.
Tan poco les interesa el asunto, que, si el el Congreso no lo impide, la ley se aprobará sin que exista una política de competencia que defina la posición política y filosófica del Estado.
En el Congreso, por ahora, se oyen ciertas intenciones de enmienda.